Pancarta en la manifestación del 20M Rural, en marzo de 2022 en Madrid. Foto: EDR.

Urbanitas en el mundo rural

Los ciudadanos que viven en las grandes urbes son considerados como intrusos cuando van al pueblo. Y no es justo.
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Foto: Pancarta en la manifestación del 20M Rural, en marzo de 2022 en Madrid. Foto: EDR.

En la manifestación en Madrid la primavera pasada del mundo de la caza en contra de la Ley de Bienestar Animal, y reivindicaciones de agricultores y ganaderos, el desprecio sobre el urbanita que elabora las leyes y también sobre el que no, era un clamor en cualquier zona de la enorme concentración rural y campestre.

Y es que para el que vive en el mundo rural, el urbanita es un intruso al que no se le puede ocurrir criticar o al menos poner en duda alguna de sus costumbres y tradiciones-llámese, por ejemplo, la cruenta muerte a lanzazos del Toro de la Vega en Tordesillas, prohibida afortunadamente, o esa cabra que se tiraba viva desde el campanario de no sé qué pueblo; o bien esos gansos o patos vivos colgados que se quedaban sin cuello gracias a la “destreza” de unos concursantes aguerridos y valientes por el norte de España.

Como no pretendo llevar este largo enfrentamiento urbano-rural a extremos –la historia de la multipremiada película As Bestas– ni tampoco recrearme en la cada vez mayor brecha entre estos dos mundos, creo que sería lo correcto acercarse a las relaciones cotidianas entre urbanitas y pueblerinos cuando se cruzan unas con otras.

Por lo que veo, las personas que siempre han vivido en el pueblo tienen un sentido de la territorialidad muy acentuado, así como de las posesiones que aunque no siempre sean suyas, así las consideran. De manera que ni se te ocurra tocar una piedra en su término municipal.

Ecologismo

Pero lo que más me llama la atención en los últimos años es que el ciudadano rural se cree con más conocimientos y conciencia ecológica que el de ciudad, al que desprecia por no haberse criado en el ámbito campestre. Pues no es así. Y no digamos ya cuando se refieren a los grupos ecologistas, calificándolos en algunas ocasiones como “ecologetas”, por la subvenciones del Estado que reciben algunas organizaciones.

Basta con que un urbanita se queje de que le molesta el canto de un gallo de madrugada o que proteste por el olor de algún establo de vacas, ovejas o cabras cercano al pueblo para cargar contra todo bicho viviente venido de la ciudad. Desde luego, este tipo de urbanita tiene bastante de imbécil y pocas ganas de integrarse en el pueblo. Pues también sería justo poner en solfa a esos furtivos que cazan a sus anchas incumpliendo las leyes calificándolos de “Cazajetas” o algo parecido.

Antaño, sin que el ecologismo tuviese algún protagonismo, sin que se hablase siquiera de ello, los habitantes de los pueblos reciclaban mucho más que en la actualidad. No les quedaba otra, pues en lugar de tirar unas abarcas se arreglaban con una laña: al horno se iba a por el pan con una bolsa de tela; la carne se envolvía con papel de estraza… Apenas existía el plástico y los envases eran de vidrio. Así se contaminaba mucho menos.

Sin embargo, en la actualidad muchos de esos habitantes del pueblo que se quejan de los urbanitas apenas reciclan porque, entre otras cosas, todavía existen muchas aldeas que no tienen contenedores de plástico, ni de cartón, ni de aceite usado, ni de electrodomésticos usados… Pero tampoco el poder reciclar de forma correcta está entre sus principales reivindicaciones. De modo que vacían todo en el de orgánico. Y por mayoría lo mismo ocurre cuando las pequeñas poblaciones se llenan en verano de aquellos pueblerinos que emigraron a la ciudad a principios de los 60 del pasado siglo y de sus hijos y nietos que llenan la localidad de alborozo, vida, alegría y también de contenedores orgánicos llenos de todo tipo de materiales. Amén de lavar el coche en la puerta de casa.

Nos falta de todo

Es evidente que los habitantes de localidades pequeñas tienen en general menos oportunidades para todo: menos trabajo, peores servicios, entre los que se encuentran la sanidad, el ocio, el acceso a la compra de comida, etcétera. Por eso debe de ser que entre sus peticiones apenas se contemple el asunto del reciclaje. Pero también viven menos estresados y con más salud y libertad para salir al campo a disfrutar de la naturaleza que los urbanitas, capaces de chuparse a diario unos atascos kilométricos, una contaminación insoportable que les asfixia y unas relaciones humanas menos cercanas.

Por tanto, reivindico la figura del urbanita, ya tenga pueblo o no, que se integra y que valora la vida rural como un remanso de tranquilidad y como una válvula de escape para salir del infierno de la gran ciudad. O para hacer lo que le dé la gana.

Reclamo también a ese urbanita que gracias a su lucha por un mundo más verde y sano ha conseguido frenar las ambiciones de grandes empresas contaminantes y de gobiernos poco escrupulosos con el medio ambiente. Muchos de estos urbanitas son grandes conocedores de la biodiversidad y los ecosistemas de los pueblos, por lo que es justo que tengan licencia para actuar y elaborar leyes para el buen funcionamiento de nuestros campos y bosques. Y no les despreciemos porque se equivoquen con manifestaciones agresivas e insultos. En cambio, seamos inflexibles con ellos cuando no cuenten con ganaderos, cazadores y agricultores a la hora de tomar decisiones.

Parece claro que esa animadversión hacia el urbanita ecologista viene más por motivos políticos que por la intervención y sus consecuencias en la vida de lo rural. De siempre, el ser ecologista ha estado ligado a ser de izquierdas. Como también el cazador que se precie debe de ser de derechas. Nunca lo entendí.

Presión social

Cuando era un chaval y hacia alguna travesura en el pueblo no entiendo cómo siempre te veía algún mayor que no dudaba en amenazarte con “ya verás cuando vea a tu padre y se lo diga”. Y se lo decía y propagaba por el pueblo, en plan chivato, aunque no fuera el alguacil, a más personas tu fechoría. Quiero avisar al urbanita con este ejemplo de que tu vida en el pueblo tiene mucha menos privacidad que en la ciudad.

En numerosos casos, las mañanas y tardes de pegar la hebra se utilizan más para descoser que coser relaciones humanas. Y se cortan muchos trajes; y no se sabe cómo fulanito hace esto o aquello; o anda que la nieta de menganito menuda es. De manera que existe bastante presión social porque al final se sabe todo de cada hijo de vecino, le guste a uno o no. Y poco a poco esa idea idílica de vivir en un pueblo pequeño se va desvaneciendo.

Lo mismo que me gusta recuperar al urbanita lo haría con el dominguero, cuya figura siempre estuvo en la lista de los mal vistos. Y sí, en carretera se les nota que no ha cogido el coche en toda la semana, pero si no tienen pueblo me parece estupendo que salgan de la ciudad a pasar un día de campo. Aunque ahora eso de hacer la paella entre amigos se ha fastidiado en parte por la prohibición de hacer lumbre, sustituida por el ya clásico hornillo de gas portátil de acampada, que no es lo mismo.

Se me olvidaba: vivo en una pedanía serrana de 13 o 14 habitantes.

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