Niños pescando. Paolo del Signore (Creative Commons)

Pescadores de caña

Relato de verano | Por Eduardo Moyano
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A Teo le fascina ver llegar antes del mediodía a su tío Guillermo con la caña y los aparejos de pescar. Observa cómo los limpia con sumo cuidado y los deja ordenados para la mañana siguiente. Lo que más desea Teo en el mundo es acompañar a su tío y aprender los secretos de la pesca. Por eso, se puso muy contento cuando ayer tarde le dijo “anda, Teo, acuéstate pronto que mañana te llevaré a pescar”. Ha estado nervioso toda la noche, sin dormir apenas, pensando en que es la primera vez que saldrá de pesca con su tío Guillermo, al que adora.

Ya alborea, pero aún no asoma el sol por levante. Júpiter y la luna menguante pierden su fulgor y van diluyéndose ante el empuje de las primeras luces del alba. El cielo se ha teñido de rojo anunciando la explosión de colores del amanecer. Teo nunca se ha levantado tan temprano y por eso nunca ha visto ese paisaje de tan extraña luminosidad. A sus nueve años, lo contempla lleno de asombro y con los ojos deslumbrados por el hechizo cuando llegan al acantilado.

Hay ya otros pescadores en el espigón, pero no se miran entre ellos, cada uno concentrado en su tarea. También hay cañas de pescar clavadas en la arena de la playa. Son los noctámbulos, los que disfrutan pescando en la oscuridad de la noche, y se alumbran cual luciérnagas con el foco que llevan en su frente como las lámparas de los mineros. Están ya recogiendo sus cañas para marcharse una vez que empieza a amanecer.

Tanto los madrugadores como los noctámbulos, suelen ser personas pacientes, anhelan el silencio y parece que paran el tiempo cuando están pescando. Contemplan el mar infinito sintiendo que están en el interior de un templo, postrados ante unos dioses a los que no ven, pero que sienten en su inabarcable inmensidad. Saben que el mar no siempre está en calma, y que algunos días los dioses marinos se levantan furiosos e iracundos. Entonces es mejor retirarse, esperar a que se tranquilicen. El mar es voluble como nosotros mismos, suele decir su tío Guillermo en una de las sentencias que tanto le gusta pronunciar.

Hoy está siendo un buen día para pescar. En la cubeta hay ya varios peces moviéndose en el agua: seis bogas, cuatro carpas y dos sardinas, y justo en ese momento el tío Guillermo acaba de pescar otra boga más. Teo sabe que todos serán liberados y que volverán al mar, pues su tío le ha dicho que no suele comer lo que pesca. Es sólo el hecho de pescar lo que le satisface: la colocación del cebo, el bamboleo de la caña para lanzar el sedal, la espera interminable, la emoción cuando cimbrea la caña y tira del pez enrollando el carrete, la parsimonia con la que le quita el anzuelo… Eso es lo que realmente emociona al tío Guillermo, el viaje, no la meta.

Vuelven temprano a casa cuando el sol ya saetea con sus rayos la playa de Torreblanca, y van llegando los primeros bañistas. Teo está exultante después de una mañana mágica. Espera a que desayune Román, su hermano pequeño, y salen a coger cangrejos entre las rocas del acantilado. Llevan una cuerda delgada, con varios nudos a lo largo de ella. De un extremo cuelgan varias monedas antiguas de dos reales con un agujero en el centro. De ese modo la cuerda se mantiene siempre hundida en el agua. En cada nudo, han puesto el cebo para que piquen. Es como les ha enseñado el tío Guillermo que debe hacerse. Pasan varias horas en el acantilado hasta que la sombra recortada del sol marca el mediodía. Regresan con una bolsa llena de cangrejos, que, éstos sí, cocerá su madre y se los comerán durante el almuerzo.

Un día de los que fueron a pescar cangrejos, el pequeño Román se clavó en su mano derecha la pinza afilada de uno grande y belicoso, que se revolvió justo cuando iba a cogerlo. La herida se le infectó, y Román pasó varios días con fiebres altas provocadas por alguna extraña reacción. Le quedó una cicatriz que, ya de mayor, solía mostrar con orgullo a sus amigos, acompañándola de alguna historia inventada por su desbordante imaginación.

Son recuerdos que Teo aún conserva indelebles en su memoria y que se activan siempre que pasea por la zona del espigón cincuenta años después de aquel primer día que salió a pescar. Ya no está su hermano Román, pero aún hay niños cogiendo cangrejos entre las rocas del acantilado. Varios pescadores esperan pacientes el cimbreo de sus cañas, y entre ellos cree adivinar la silueta de su tío Guillermo, con un niño que mira atento el movimiento de los peces en la cubeta.

Foto: Niños pescando. Paolo del Signore (Creative Commons)

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