Las miles de alegrías de vivir en el pueblo
Un día de estos de calor, pasadas las 12 de la noche escuché la voz del autillo, como recordándome que todavía estaba por este barrio, aunque este año no ha criado tan cerca como otros. Sus reclamos eran cada vez más fuertes, pero a la vez me iban relajando de alegría hasta que fue capaz de hacerme dormir.
Al día siguiente por la mañana estuve observando cómo los vencejos, aviones y golondrinas se lanzaban en picado hacia la laguna para beber agua en vuelo levantando las alas para no mojarlas en un espectáculo realmente bello. (Siempre he estado convencido de que los aviones que cargan agua para apagar los incendios son una copia exacta de estos formidables voladores insectívoros, sin cuya presencia nos sería casi imposible vivir por los picotazos de los mosquitos, pues se calcula que algunos ingieren más de mil al día).
Las aves citadas me han proporcionado alegría por cómo son, por querer convivir con las personas del pueblo, porque nos visitan todos los años y porque son verdad. Sobre todo en una época que nos hemos acostumbrado a la mentira y a la injusticia, y esto no es lo peor; lo sorprendente es que nos hemos vuelto tolerantes con esos individuos que viven de la farsa y de sus trolas descaradamente.
La belleza del huerto
Pero no solamente la belleza natural está en los animales. En el huerto de La Antecica un amigo tutoró hace dos meses y medio una parra de no más de 30 centímetros que había nacido de manera espontánea. Pues bien ahora ya ha alcanzado un porte de más de dos metros y sigue trepando como si estuviera en una zona tropical de lluvias diarias y calor. Así que otra alegría más.
Y no necesariamente han de ser seres animados los que te llenen. Un sencillo vasar con platos, tazas y pucheros empotrado en una pared enjalbegada con cal y que solo se puede ver todavía en algún pueblo, traen recuerdos de la niñez por ese reflejo de las velas en la porcelana, y el penetrante e inconfundible olor a cera de las velas artesanales hechas a mano por aquellas incansables mujeres.
En ese tiempo que se iba la luz de la bombilla de 125 voltios se hablaba y se hablaba sin parar en la cocina al calor de la lumbre hasta caer rendidos de sueño.
Otros contentos
El cruce de varios lagartos ocelados por los senderos y pistas alegran la marcha por su colorido, porque he visto muchos y porque eso significa que estoy disfrutando de un ecosistema bastante saludable. Claro que unos metros más allá del cruce de caminos de Las Berzas me alarman entre los marojos los vocingleros arrendajos con sus poco agraciados sonidos. No sé si lo hacen porque me han visto o porque surca los cielos una temible águila perdicera, capaz de cazarlos en un santiamén, pues esta cuadrilla de córvidos llevan crías de este año que vuelan con más torpeza. Otra alegría más si no fuera porque sus voces burlonas y estridentes me han recordado a algún político español en la campaña electoral. Pero pronto se me olvida… lo de los políticos quiero decir, porque 150 metros más allá sorprendo a un corzo hembra en un trigo. Este animal comienza a “ladrarme” con bastante fuerza como si quisiera que lo siguiese. Quizás sea una estrategia de alejamiento porque pudiera tener camuflados en el sembrado a sus corcinos.
De vuelta de regar cuatro tomates, un vecino me invita a ver su huerto. Nunca había estado en su casa y me cautiva el enorme espacio que tiene al norte de su casa. Todo lo cultivado en el hortal parece un milagro en un clima de montaña, pero está claro que es bastante aplicado y cuidadoso. Bueno, pues otra alegría.
El día de antes de camino al mismo huerto encuentro una “camisa”, una muda casi entera de culebra bastarda que ha cambiado de piel. La cojo con cuidado, pues se puede partir con facilidad, para enseñársela cuando vengan los nietos y sobrinos. Y como hacía años que no veía ninguna, pues otra alegría para el cuerpo. Por cierto, nosotros cambiamos de piel cada 20 ó 30 días. Lo que sucede es que no lo notamos. Así es que calculen las veces que mudamos a lo largo de nuestra vida.
En el huerto
Levanto la piedra de una pequeña pared para frenar el agua y poder regar y me sale una escolopendra de debajo. Es grande de color marrón rojizo y con unos anillos negros colocados sobre su cuerpo plano de forma transversal. Su picadora es venenosa y dolorosa, pero ni mucho menos mortal, pues en un par de días desaparece el dolor. De niños las cazábamos, pero ahora ni se me ocurre porque se alimenta de cucarachas y otros insectos. Su aspecto con sus cien pies da poca confianza. Huye y se cuela por un agujero entre las piedras. Alegría esta vez no. No obstante me gusta que siga habiendo escolopendras tan saludables como esta.
Dejo el coche a la entrada del huerto con las ventanillas bajadas hasta la mitad más o menos para que el habitáculo no se convierta en un horno. Vuelvo en 20 minutos y al pasar al automóvil un pájaro revolotea a mi espalda. Es una cría de ruiseñor que se ha colocado sin pedir permiso. Salgo rápidamente, le abro la puerta y el pajarillo marrón y tontorrón sale volando. Tiempo atrás ya había oído a sus padres con sus clásicos ronquidos de alarma cuando me acercaba a unas zarzas allí mismo delatando que tenían el nido con polluelos. Otra satisfacción pajarera de este emigrante que canta tanto de noche como de día con una potencia y variedad melódica inconfundible.
En el tejadillo del pequeño porche del patio han realizado las golondrinas la segunda puesta. Días atrás encontré en el suelo los pequeños cascarones de los huevos; lo que significa que ya han salido los pequeñines a la nueva vida. Sé también que ya tienen polluelos porque cuando aparece un gato los padres se muestran más nerviosos y agresivos en lo que pueden. Así que me regocijo con este nacimiento tardío. Y pido a los padres que los críen con salud… si se dejan.