Se veía a lo lejos un tropel de gente en ropa de baño en torno al cadáver de un joven. Lo acababan de sacar del río, atrapado entre las ramas de los cañaverales. El dolor y la tristeza oscurecían los corazones como un eclipse de sol al mediodía.
Esa misma mañana, Gerardo y sus amigos habían salido temprano para ir a la zona de los “bañaeros”, como era habitual en los calurosos días del verano. Bajaron por el tramo conocido como Río de Oro, dejaron a un lado la azuda y la pequeña central hidroeléctrica y se adentraron en un angosto camino que se abría ante ellos como un reclamo al misterio y la aventura. Un tupido bosque de cañas, juncos y maleza crecía junto al río, y debajo, en el subsuelo, multitud de pequeñas alimañas le daban al lugar el aspecto selvático de una jungla.
No obstante, un mosaico de pequeños huertos ordenaba los dos lados del sendero, mostrando el trabajo primoroso de los hortelanos y sus familias, orfebres de la tierra, maestros del agua, las semillas y las plantas. El aleteo de las abejas y el ruido ensordecedor de las chicharras resonaban en la densa bóveda. Los rayos del sol atravesaban las ramas de los árboles que cubrían el camino, produciendo una iridiscente sinfonía de luces, sombras y colores.
Para los ojos soñadores de Gerardo, el frondoso tarajal se asemejaba entonces a una catedral gótica con las vidrieras policromadas por el efecto de la luz reflejándose sobre hojas y frutos. Aprovechando el descuido del hortelano, los jóvenes se detenían a coger alguna pera o manzana de las ramas bajas de los frutales o incluso algún racimo de uva que ya empezaba a madurar colgando de las parras.
Al final del sendero se divisaba en toda su anchura el río, con su turbio manto de agua verde oscura y sus mil remolinos amenazantes. Eso no impedía, sin embargo, que desde tiempos inmemoriales aquel recodo fuera lugar de baño, pesca y recreo para la gente. Hacía pocos años que se habían suprimido las zonas separadas para hombres y mujeres, y todos se bañaban ya juntos en los “bañaeros”. En ausencia de piscinas, aún inexistentes, el río, nuestro río, agigantaba su presencia en los meses sofocantes del estío, refrescando los cuerpos y las almas.
Al río se le tenía respeto por la cantidad de historias y leyendas que se contaban en el pueblo. Se le amaba por cuanto daba, mas también se le temía por cuanto quitaba y destruía con sus frecuentes crecidas. El río era el eje alrededor del cual giraba la vida de la gente. En torno al río se había creado el pueblo, y en sus riberas crecían las huertas que le daban su rasgo más singular.
El puente de tres ojos era su emblema, y formaba parte del escudo del municipio, junto al viejo castillo de origen árabe que se veía en lontananza. Los rodeaba una orla con la leyenda “Quod natura seponit socialitas copulat” (lo que la naturaleza separa, lo une la sociabilidad). Eso significaba que el esfuerzo y la cooperación eran lo que había hecho prosperar a ese pueblo alegre y luminoso de la campiña sur de Andalucía. Por eso, por lo que el puente representaba, se le llamaba a su gente pontanos, puenteños, pontanenses.
El río y el puente lo eran todo, marcaban la vida y la muerte de los que en su entorno vivían. Ese día de finales de julio marcaba muerte en el reloj del destino. El río se cobraba la vida de un joven, Berto, que tuvo la desgracia de partirse el cuello al chocar con una roca cuando se bañaba en la zona de los cañaverales. Fue para Gerardo y sus amigos la primera vez que vieron la muerte de cerca, como algo real, no contado, sino vivido en toda su tragedia y desolación.