Don Pelayo emulando a Astérix. La fabada como poción mágica
En el año 722 una buena parte del norte de España estaba gobernado por un bereber, llamado Munuza, que tenía su sede en Gijón. Los lujos de su corte eran cada vez mayores y por eso exigía a los astures que pagasen nuevos y crecientes impuestos y como suele suceder en estos casos a los contribuyentes no les sentó bien la decisión, por lo que parece que fueron frecuentes los accidentes que sufrieron los cobradores.
Tampoco le pareció bien a Munuza que algunos recaudadores apareciesen sin el dinero recaudado y además muertos. Para evitar que los astures se envalentonasen llamó en su ayuda al califato omeya, que desde Córdoba envió tropas para acabar con la desobediencia.
Don Pelayo emulando a Astérix
El caudillo local que todavía se llamaba sólo Pelayo decidió que los moros se iban a enterar de lo que son los asturianos y juntó a unos trescientos campesinos que de amor patrio henchido el corazón, decidieron que no pasarían. No tenían armas, ni sabían usarlas, pero el caudillo decidió que lo importante era el valor y para infundirlo les invitó a una fabada, que entre otros efectos conseguidos estuvo el de subirse a las montañas y colocarse, con una buena cantidad de piedras, en la parte alta del desfiladero por donde necesariamente tenían que pasar las tropas sarracenas.
Cuando los moros llegaron se sorprendieron de no encontrar resistencia, hasta que una piedra muy grande, que cayó desde lo alto, les hizo sospechar que alguien estaba enfadado. Cayeron muchas más piedras que aplastaron a los infieles y se inició la Reconquista. Pelayo pasó a ser Don Pelayo y la fabada se convirtió en la poción mágica, que supera ampliamente en eficacia a la que usó Astérix para derrotar a los locos romanos.
En la descripción anterior hay hechos que pueden ser verdad y otros que son mentiras y es seguro que la más gorda de todas, es la de que Don Pelayo alimentó y enardeció a sus huestes con una fabada. Al menos con lo que hoy entendemos por fabada, porque en aquellos tiempos no había fabes en Asturias ni en sus alrededores.
Sí había habas y con ellas se hacían diferentes guisos, pero su parecido con la actual fabada es pura coincidencia, porque no fue hasta después de traerlas de América cuando las alubias empezaron a cultivarse en España.
La fabada es el plato de referencia obligada cuando se habla de la cocina asturiana, pero no hay citas en la literatura hasta finales del siglo XIX, cuando la fabada se erigió como principal representante de la gastronomía regional. Fue Jovellanos el primer escritor asturiano que comenta los productos alimenticios del Principado y aunque nombra a las fabes como guarnición y como componentes de ollas, potajes y pucheros no habla de la fabada. Ni siquiera se la nombra en “La Regenta”, a pesar de que se hace una descripción minuciosa de las costumbres asturianas.
La fabada se convierte en el plato más significativo de la gastronomía asturiana con el desarrollo de la clase media, porque los más pudientes empezaron rechazándola y los más humildes, los que no disponían de terreno de cultivo no tenían acceso a ella. Tardó en consagrarse, pero lo hizo de tal forma que hoy es altamente valorada unánimemente por todos los asturianos.
Un tesoro en la intimidad de pequeños huertos
Fue a mediados del siglo pasado cuando se impone la protagonista de la fabada que es la fabe de enrame, porque aunque con anterioridad ya se habían cultivado otras variedades de judías, no fue hasta 1996 cuando se inscribió a la faba asturiana con una Indicación Geográfica Protegida (IGP). La producción se hace en pequeños huertos, a veces con las fabes tutorizadas con tallos de maíz, con los que comparten suelo, aunque cada vez es más frecuente la producción exclusiva, porque se ha demostrado que de esta forma mejora la calidad.
Para conseguir el máximo nivel el Consejo Regulador de la IGP determina su periodo de siembra y el momento de comenzar la recolección. Cumplidas estas condiciones se someten al control de calidad, se calibran los granos, se homogenizan los diferentes lotes, se etiquetan con el logo y se disponen para la comercialización. Su tamaño es grande, de forma arriñonada, con poca piel de mucho sabor y con la propiedad de absorber y armonizar muy bien con los demás ingredientes (compango).
Un dicho asegura que no hay alubia por muy pequeña que sea, que no tenga música. La razón está en que en su composición entran la rafinosa, estaquiosa y verbascosa, para cuya digestión nuestro aparato digestivo carece de las enzimas necesarias, pero no es menos cierto que cuando se hacen con cuidado, se interrumpe la cocción y las fabes son buenas, parece como si se pusiese sordina. Por otra parte, con el conocimiento actual de la biotecnología, no será difícil eliminar los mencionados oligosacáridos.
El compango es algo más que una buena compañía
La fabada entronca con la olla y, en esencia porque hay algunas variaciones, su elaboración consiste en una cocción lenta de las alubias, aderezadas con chorizo, morcilla de cebolla, rabo, morro, oreja de cerdo, tocino entreverado, jamón y, sobre todo, lacón.
Identificar al compango con “acompañantes” es menospreciarlo porque el conjunto que lo forma es imprescindible para la preparación de una buena fabada. Son ingredientes que deben cumplir algunos requisitos y para ello, el chorizo y la morcilla deben estar ahumados, el lacón debe tener el punto de curación oportuno y el tocino ha de ser muy blanco.
Por supuesto, no vale cualquier embutido o salazón, porque deben ser asturianos y además de elaboración muy cuidada. Es discutible si en este lote debe entrar la oreja, el rabadal, la careta o el pestorejo. Los puristas mantienen que su inclusión es consecuencia de la influencia gallega, aunque algunos clásicos consideran que siempre estuvieron presentes.
Teniendo en cuenta lo anterior y la necesidad de “asustar” a las alubias, lo que consiste en parar la cocción, porque un poco por debajo de los 100º actúa una enzima que las ablanda y las da el punto exacto, lo que puede hacerse separando la olla del fuego, hasta que deje de hervir y mantenerla así unos minutos. No es necesario que les cuente una larga historia de cómo hay que hacer una fabada, porque mucho más importante que la receta es la mano de quien cocina.
Se hacen muy buenas fabadas fuera del Principado, pero pocas y mucho menos que otros platos, que como la paella, ha alcanzado difusión mundial y es de frecuente oferta en muchos restaurantes. La razón es la limitada producción de las “fabes”, que se producen solamente en las huertas asturianas porque solo en ese ambiente encuentran las condiciones para alcanzar la calidad necesaria.