Cuervo - José Antonio Casares

El molesto graznar del cuervo

Nos dijeron que cambiáramos nuestra forma de vida. Nos llamaron obsoletos. Nos dijeron muchas cosas. Pero es que sobran expertos y falta sentido común.
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Hace cuarenta años, en mi pueblo, para comprar leche fresca, no tenías más que ir en “ca la Vicenta”, con tu correspondiente lechera del brazo, y pedirle los litros que fueran menester. De igual manera, el que necesitaba huevos, debía dirigirse con su cesta, cual caperucita en el bosque, donde Carmina “la del gallinero”. Y si lo que querías eran unas lentejas y, ya de paso, abastecerte de vino pues echabas mano del fardel y del garrafón, y te ibas a la bodeguilla del tío Ramón.

Así se hacía sin que ninguna ley de envasado ni de sanidad ordenara nada al respecto; y es que no hay mejor legislador que el sentido común. Pero de la noche a la mañana este sistema de compra tradicional dejó de ser válido y dio un giro tremendo.

Unos expertos de la urbe decretaron que el mercadeo, además de ilegal era antihigiénico. Según ellos, lo ideal sería envasar los alimentos en dosis más reducidas y plastificar las raciones, con el objeto de informarnos minuciosamente del contenido. Nadie del pueblo alzó la voz; todos asumimos que estábamos desfasados y que había que adaptarse a los tiempos que corrían. Y es que no se puede rebatir la orden de un experto.

Cuatro décadas después, otros expertos, también de la “capi”, dictaminan que el sistema de envasado actual y el plastificado de los alimentos es insostenible, además de ser nocivo para el medio ambiente. Los nuevos “técnicos” aconsejan volver al viejo método tradicional de compra y prescindir de  bolsas y envases contaminantes; ¡vaya! ese del fardel, el de la cesta y el del garrafón. ¡Es curioso! ¡Las vueltas que da la vida!

Después de escuchar este último dictamen empecé a entender el verdadero significado del dicho popular: “Sabe más un tonto de pueblo que un listo de ciudad”. En fin… otra vez los “paletos” teníamos que aceptar el mandato de los entendidos. Y lo volveríamos a acatar con sumisión, pero es que ya no podemos.

La Vicenta y su marido, los de la lechería, tuvieron que cerrar el despacho y malvender sus vacas debido a que la granja dejó de ser rentable. Al no poder colocar su materia prima directamente al consumidor, tuvo que negociar el precio con un gran grupo lácteo, el cual, no dio muestras de compasión.

Caso idéntico sucedió con Carmina, la del gallinero, y con la bodeguilla del tío Ramón, y con las cabras de Estebillan, y con el productivo huerto de Fermín… Los negocios se ahogaban bajo las exigencias administrativas y los impuestos. Burocracia, reglamentos absurdos, inversiones insostenibles… Razones más que suficientes para finiquitar cualquier empresa familiar.

Cuando te imponen un precio y no te dejan ni patalear, en ocasiones, las cuentas no salen. Fueron muchas las familias que tuvieron que abandonar su forma de vida; fueron muchos los hijos del pueblo que se marcharon a la capital buscando un puesto de trabajo. Al fin y al cabo, es allí, en la ciudad, donde se toman las decisiones importantes.

¡Y es que a nadie le dio por pensar que cuarenta años de precariedad pueden ser demasiados!

Para corregir esta política de fracaso, algún “lumbreras” llegó a la conclusión que con ¡El TURISMO! los pueblos volverían a ser rentables y se fijaría población. Esto significaba que si queríamos perdurar tendríamos que reciclarnos y adaptarnos a la emergente alternativa vacacional. Otro desafío más.

Y a raíz de esta nueva solución, la forma de vida tradicional del pueblo pasó a ser una diversión destinada a los domingueros. Porque ahora, para sobrevivir hay que formar parte del bochornoso espectáculo que nos imponen: “Haz que tu pueblo parezca un pueblo de verdad”. Ya sabéis a que me refiero… que el alojamiento sea de aspecto muy rural pero con las comodidades de un hotel de lujo; que las calles estén empedradas como las del medievo; que haya ovejitas y animalitos para la foto pero que sus granjas estén ubicadas lejos del entorno por eso del mal olor; que el campo sea agreste y salvaje pero con sendas bien señalizadas para poder acceder a cada rincón… y sobre todo, que tu comportamiento sea el de un sumiso paleto a disposición del turista. Ese es el modo de captar, los fines de semana y los veranos, a la nueva legión de salva aldeas.

Y llegado este punto y después de ser testigo directo de nuestra decadencia, me pregunto ¿qué podemos hacer para remediar este desatino? Mi pueblo no dispone de otros cuarenta años; y lo peor es que los “técnicos” continúan tomando decisiones al respecto… ¡Dios nos ampare!

Supongo que es tiempo de actuar, supongo que ha llegado el momento de vocear, vocear y vocear… hasta que la clase dirigente nos confiera lo que nos pertenece. Y cuando digo esto, estoy pensando en la gestión de esos montes que rodean los pueblos y que no nos dejan ni tocar, en la cantidad de plagas que asolan las tierras de labranza y que el agricultor tiene que aguantar; en la vergonzosa burocracia que padecemos; en los cotos de caza; en esos arroyos y manantiales de los que solo se acuerdan para ponernos multas…

Nuestra voz debe ser como el graznar del cuervo cuando detecta la presencia del raposo. No hay que dar opción a la alimaña; debemos ser molestos y descubrir sus malas intenciones antes de que lleguen. Debemos graznar al unísono para que esos expertos, que llevan años tomando decisiones equivocadas y haciéndonos la puñeta, den media vuelta y asuman sus errores.

Para que la próxima vez que un “tarambana encorbatado” quiera imponernos su nuevo reglamento, al menos, tenga la decencia de parlamentar antes con quienes van a sufrir sus reglas. Porque, sinceramente, mi pueblo ya no dispone de otros cuarenta años, y ahora mismo lo que sobran son expertos, y lo que más falta nos hace, es sentido común.

Foto destacada: Cuervo - José Antonio Casares. Creative commons

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