Orejas de galleta
Estos días de finales de enero sopla un vientecillo por estas sierras de Guadalajara que corta el aliento; el cielo está nublado y, en comparación con los días soleados de notable algarabía pajaril, el silencio del campo se hace pesado.
Pero toda esta marea heladora se olvida nada más entrar en el monte en compañía de mi perro, un pachón navarro. Debe de ser porque comienzo a respirar fitoncidas, esos aceites naturales que segregan los árboles para protegerse de insectos, bacterias y hongos y que dicen los expertos en salud que refuerzan nuestro sistema inmunitario. No es extraño, por tanto, que desde hace poco tiempo se hayan puesto de moda las recomendaciones de los médicos de paseos por la naturaleza para sanarnos y llegar a ser más felices. Unas recetas para los individuos de las grandes urbes que reducen el estrés y mejoran el estado de depresión, entre otros males.
Aquí, en el pueblo estamos tan acostumbrados a respirar las fitoncidas y otras sustancias que no le damos la importancia que tiene el hecho de vivir rodeado de fuentes de salud.
Nada más entrar en el monte los árboles me resguardan de ese viento helador y noto como las orejas se van calentando paso a paso. Con lo que primero me topo y que por mucho que lo veo no deja de llamarme la atención es con ese pino solitario rodeado de marojos, que desangra resina por abajo a causa de la herida infligida por los jabalíes de tanto rascarse en su corteza tras el baño de barro.
Ando cruzando el monte por varias trochas y al no escuchar correr al perro entre la hojarasca, lo veo de muestra, me acerco y sale volando una becada, un ave migratoria que cría en el centro y norte de Europa. Cerca de la primera “sorda”, que así también se llama esta ave de pico largo y curvo para alcanzar los gusanos, el pachón se pone otra vez de muestra. Otra becada que sale volando en zig-zag. Y así una tercera que un poco más tarde se me arranca de los pies. Estos espesares de vegetación y suelos de hojarasca y musgosos siempre fueron muy querenciosos para esta ave tan codiciada por algunos cazadores, en especial los del norte de España.
El nido de lirón careto
Como camino muy despacio entre tanto matorral me permite observar los pequeñas incisiones y escarbaderos en los musgos debajo de las sabinas de los miles de zorzales que nos han visitado este año. Y justo a mi derecha veo que de un agujero de un melojo viejo salen unas hierbas secas. Me acerco al hueco a una altura de metro y medio más o menos y me limito a mirar. No lo quiero tocar porque estoy convencido de que es el nido del simpático lirón careto que anda dormitando tras haber hecho acopio de bellotas durante el otoño. Aunque quizás como el invierno no está viniendo muy frío, hasta ahora, salga algún día de la comodidad de la madriguera a buscar alimento.
Tropiezo también con una familia de pajarillos pequeños con una cola muy larga en proporción a su tamaño. Son mitos y pertenecen a la familia de los páridos, entre los que se encuentran los herrerillos , carboneros y varios más. De hecho, a los simpáticos y mansos mitos los acompaña una pareja de herrerillos que no deja de picotear entre las ramas de los marojos. Y como si fuese a la retaguardia de los simpáticos herrerillos, aparece en silencio un agateador común, que cada vez que introduce su pico curvo en el tronco del árbol se apoya con la cola para sujetarse mejor y hacer más fuerza.
Un poco más abajo en un pequeño prado abierto entre tanto monte, casi piso los excrementos de un ciervo, y como el terreno está blando es fácil saber por las huellas de donde ha venido y por qué lugar se ha marchado. Levanto la cabeza y creo ver un buitre negro. Vuela solo y no es nada frecuente por estos lugares donde abunda el leonado. Pero como en un pueblo del Alto Tajo están trabajando en su reintroducción por estas sierras, podría ser un ejemplar reconociendo el terreno en busca de carroña. No obstante, vuela tan alto que tendría que llevar unos prismáticos para confirmar si se trataba de esta especie de carroñero.
Antes creía que era más frecuente su presencia de Madrid para abajo por el clima más templado hasta que un experto me comentó que no es así, puesto que el buitre negro vive también Mongolia. Y lo que ya me dejó alucinado fue cuando me contó también que de vez en cuando se ven por la zona quebrantahuesos que viajan a estos muladares desde el Pirineo en busca de huesos. A este increíble carroñero nunca he tenido la suerte de observarlo por aquí porque tiene una cola inconfundible en forma de cuña.
Tropezón con un gavilán
No está ahora el monte de rebollares como para pretender pasar desapercibido. Desprovistos de hojas, son estas precisamente las que al pisarlas chascan produciendo bastante ruido. Así que con estas sigo caminando siguiendo las idas y venidas del perro.
En una de tantas veces que lo pierdo de vista salen despavoridos varios zorzales de un melojar apretado. Capto perfectamente su vuelo miedoso por su forma de volar y por las voces que emiten. Y cuando menos lo espero casi se choca contra mí un precioso gavilán. Veo perfectamente su pecho rayado y sus alas de color pizarra claro. Venía asustado del perro y no se percató de mi presencia. Seguro que algún zorzal se salvó de las garras de tan extraordinario cazador de nuestros bosques cerrados como es el pequeño gavilán. Mucho menos potente que su hermano mayor el azor, pero también muy diestro en moverse entre los árboles.
En otro claro del bosque los jabalíes han estado hozando la noche pasada en busca de ratones, topillos y lombrices. Tras hartarse de bellotas, completan su alimentación con las proteínas que les proporcionan estos animalillos, así como con todo lo que encuentran a su paso, incluida la carroña aunque sea de sus propios congéneres.
La verdad es que han dejado el pequeño prado totalmente excavado, moviendo incluso dos pedruscos de considerable tamaño.
Conforme sigo la ruta y me voy acercando a lo despejado, las estepas se apoderan del monte. Y me encuentro con las primeras fincas sembradas de trigo cuyas orillas y algunas partes del centro las han levantado los jabalíes en busca de bichos como ya he dicho. No han dejado ni una de hocicar. Forman una cuadrilla temible que cuando les pinta bien se acercan a las orillas del pueblo en busca de su festín. Como saben que la mayoría de los perros están cerrados no tienen ningún miedo.
Según salgo a lo limpio el perro ralentiza bastante su marcha porque este camino ya lo conoce bien y no espera muchas aventuras; mis orejas comienzan a helarse y el viento hace que me lloren los ojos. Siento el placer del aire frío, como también me gusta que me caiga en la cara esa lluvia fina de otoño. Prefiero llevar “orejas de galleta” que un pasamontañas que me las tape, pues no me gusta perderme ningún sonido del campo. Así es que no me las toco… por si acaso.