Las virtudes del huerto
De niña yo no quería muñecas, tampoco pantalones.
Pía Pera
Quería un jardín.
Las virtudes del huerto, página 76
Tomo prestado el título del último libro que he leído de Pía Pera que se subtitula: Cultivar la tierra es cultivar la felicidad. Ya sé que, a veces, la vida te viene mal dada y es difícil ser feliz por mucho que caves, riegues, mimes… a la felicidad. Esto lo sabe muy bien la autora del libro. Puede comprobarlo usted leyendo su libro Aún no se lo he dicho a mi jardín.
Hay que aclarar que Pía Pera vivía en un jardínhuerto en el que el lector tiene que imaginarse las lindes, los ribazos que separan y los senderos que unen los frutales y los tomates, las frambuesas de las coles, las glicinias y los ciruelos…
¿Será que el huerto sienta bien? Es la primera frase del libro. Sí, es la respuesta a la que uno llega 158 páginas después, cuando, con ganas de seguir leyendo, deja el libro sobre la mesa y piensa en contarle a usted alguna reflexión que su lectura le ha ido avivando.
Aún no tengo del todo claro qué pinto en el mundo, pero al menos este trocito de él me ofrece una respuesta que me anima. Me siento menos abatida. ¡Qué bonito es el simple hecho de estar aquí! ¡Y qué triste sería no estar! Regreso a casa con un cesto de cosas ricas. El viento se ha llevado las nubes, se ve el cielo azul.
Leí este párrafo la noche del día 12 de mayo. A la mañana siguiente bajé a la huerta, trabajé un rato las tomateras, la pimienta, las cebollas y lechugas recién plantadas, corté una lechuga de oreja de burro, de las plantadas hace cuarenta días, unas hojas de acelga, cogí los espárragos, unas calas, un manojo de tomillo y unas rosas. Hice esta foto antes de subir para casa.
La huerta satisface mi parte material y mi parte espiritual, escribe Pía Pera, pero no en el sentido de religiosidad sino de humanismo. A mí me ocurre lo mismo. Unas acelgas, unos espárragos y una lechuga para comer hoy. Unas flores para alegrar la casa y poner sobre la tumba de mis padres en el cementerio y un poco de tomillo para oler a campo en la cocina.
No es bueno que todas nuestras actividades sean solo mentales. Lo contrario tampoco es bueno. Hacer un jardín y una huerta es una buena manera de desintoxicar la mente, como pensar, leer, hablar… lo es para el bienestar corporal. Leo en el prólogo.
En la siguiente docena de páginas vamos a conocer al jardinero Gilles Clément, al poeta rural John Clare, al profesor de ecología vegetal Jacques Montaigut, a los Marcovaldos de Italo Calvino y a otras personas que nos enseñan el valor del terreno inculto, los jardines basados en la naturaleza frente al despilfarro de los jardinescesped, vamos a conocer lugares en los que las plantas no son meros objetos decorativos nacidos en las pantallas de los ordenadores de los arquitectos e ingenieros que los diseñan. Conoceremos a jardineros que hacen su trabajo para favorecer las formas de vida, no combatirlas ni disciplinarlas.
¿Y qué pintamos nosotros en ese jardín? Nos pregunta en el siguiente capítulo. La respuesta es sorprendente. No, no se la voy a decir, no se preocupe. Le anticipo, eso sí, que Pía Pera, trabajando en su huerto, arrancando hierbas, poniendo paja, regando… llega a la conclusión que la mente también hay que trabajarla, como la tierra. Los jardineros y los campesinos saben que hay que trabajar la tierra, pero no esta claro que lo sepan de sí mismos. ¡A lo mejor creen que son como son y no hay nada que hacer, que la cabeza no se cambia! ¡Curiosa idea! ¡Cómo si pudiéramos cambiar el mundo pero no a nosotros mismos! Mente y tierra, se titula este capítulo.
Entre las páginas 29 y 57 nos da cuenta de las cosas agradables que encuentra en su trabajo en el huerto. A las desagradables, que también las hay, dedica dos páginas y media.
Cosas agradables: cavar un hoyo, podar, sembrar (nos descubre por si no lo conocíamos a Masanobu Fukuoka y sus semillas en bolitas de arcilla para reverdecer el planeta), regar, invierno, música en el jardín, quemar ramaje, dejarse sorprender, soledad.
Una de las cosas más gratas, de las que podemos decir Ça va sans dire: procurar agua a las plantas. El modo más sencillo de amarlas: regarlas. Lo primero que hacen hasta instintivamente los niños, regarlas.
Entre lo ingrato de la jardinería: la desbrozadora, ese pesado y ruidoso artilugio que se atasca constantemente y hay que apagar, arreglar y volver a arrancar. Y cuando no, se le acaba el hilo…
Los setos de laurel y las pérgolas no le gustan por el esfuerzo que hay que hacer para mantener y conservar. Tampoco le gusta layar, salvo si lo hace a tempero (lo define muy bien), ni los mosquitos que abundan al amanecer y al caer la tarde y que impiden ir ligeros de indumentaria. Lo demás lo hago con gusto, incluso sulfatar la viña: no será la operación más placentera, pero procura una gran satisfacción despacharla en media hora. Claro que solo tengo dos hileras de viña de mesa y una pérgola.
¿Se imagina usted una vida en la que todo lo que le rodea son seres inanimados o animados artificialmente? Objetos indiferentes a las estaciones en los que los cambios solo se manifiestan en forma de desgaste, deterioro, nunca de metamorfosis. Cuidar unas plantas te recuerda el ciclo de germinación, crecimiento y muerte y su relación con el tiempo que nada tiene que ver con la obsolescencia programada de las máquinas. Este pensamiento anima a plantar, a hacer un jardín, a cultivar una huerta.
Mi huerta es ese pedazo de nueve celemines de tierra (un celemín son 186 metros cuadrados en mi pueblo de la ribera del Ebro) en el que hay frutales, parras, un laurel, un olivo, flores, plantas aromáticas y hortalizas diversas, pero sería un error pensar que ese espacio esta aislado del resto de parcelas, por muy diferente que sea a las de su entorno, que no le influye lo que pasa en el regadío de mi pueblo, en la ribera del Ebro, en… el planeta. El huerto que tantas satisfacciones me da, no puede hacer que mi mirada sea egocéntrica ante tantos problemas como nos afectan. Esta reflexión me la ha avivado la lectura de este libro.
Tenga claro que si decide usted hacer un huerto tendrá que currárselo. Sea como fuere, lo que no creo que exista es un huerto zen. Con el huerto no se juega. Es como un maestro capaz de darnos con la palmeta cuando nos equivocamos. Y advertirnos: si no lo haces bien, te quedas sin comer. El huerto no se conforma con aparentar ni con ser un símbolo adorno. Es una cosa muy seria.
Leído esto tengo que decirle que, siendo una cosa seria, a la vez que entretenida, cuidar una huerta es tarea muy llevadera. Puede hacerla incluso una persona con algunas limitaciones físicas. Pía Pera en determinado momento de su vida y yo mismo, podemos dar fe de ello. Estoy ahora en plena plantación y es mayo, en mi tierra el mes de más trabajo en la huerta. Pues bien con seis horas a la semana, o una hora al día como prefiera, es más que suficiente para atender veinte arboles frutales diversos, flores variadas, zarzamoras, arándanos, frambuesas, fresas, espárragos, lechugas y acelgas en producción, y lo plantado recientemente: cuatro matas de calabacín, dos de berenjena, doce de pepino, dos de perejil, dieciocho pimientos italianos y del cristal, un renque de gladiolos, zinnias, rábanos y zanahoria sembrada hace quince días, veinte hoyas de alubia verde para enramar, treinta de pochas, cincuenta matas de pimiento del pico para embotar, cuarenta tacos de cebolla de verano y otros tanto de invierno, lechugas rizada y maravilla plantadas en intervalos de quince días, diez matas de sandías, seis de melones, tres de calabaza cacahuete y varias de adorno.
Eso de que la huerta da mucho trabajo es una fantasía que seguramente nació porque era lo que los viejos hortelanos repetían cuando alguien se interesaba por su trabajo. Una forma de manifestarse poco amigos de la conversación con extraños y de guardar celosamente su conocimiento. Quizás porque, en la historia, esto era lo único que los campesinos tenían en propiedad. ¡Cómo no conservarlo celosamente!
Y, sin embargo, quienes aprendimos a trabajar una huerta nunca hubiéramos podido sin maestros. Cada cual ha tenido los suyos. Yo tuve la suerte de nacer en una familia que vivía de la agricultura y mis maestros fueron mis padres y otros amigos y familiares. Luego, de mayor hablé y en enseñaron hortelanos mayores, Jesús, Abundio, Antonio…ahora aprendo con mis primos José Carlos y Roberto, agricultores modernos. Siempre aprendiendo porque en este trabajo todos los años es lo mismo pero ningún año es igual.
Quienes llegan a la huerta sin haber crecido en un entorno agrario buscan apoyo en libros, revistas, amigos… en lo que sea para ese duro comienzo. Todo es bueno, pero hay que tener en cuenta que cada lugar es diferente al otro. Que lo que funciona aquí quizás no lo haga allí. Que esto es árido y aquello no, que aquí no llueve en primavera y allí sí, que aquí… Miré a su alrededor, lea el paisaje, todo paisaje es memoria y nos da cuenta del pasado, hable con los hortelanos y luego haga, aunque se equivoque. Aprenderá. Deje los libros en la estantería. Ya los consultará años después. Esto también lo vivió y lo cuenta Pía Pera.
Hay un capítulo en el libro que me parece necesario contar insistentemente, Pequeños jardineros, se titula. Hay que trabajar para que los niños hagan un jardínhuerto, si es en casa estupendo, y si es en la escuela mejor.
Solo ahora que el mundo parece más rico, lleno de objetos superfluos, se habla de llevar a los niños al huerto para educarlos y fortalecer su espíritu; antes se daba por descontado. Es una maravilla el cambio que se ha producido, para bien. Cuando yo era pequeño la huerta era un castigo (porque el trabajo duro en el campo lo era para mis padres), si me portaba mal me mandaban a churriar las habas o a coger tomates, dependía del momento. Y mira por dónde, mis padres me estaban haciendo un gran favor al castigarme.
Las pequeñas grandes satisfacciones del huerto permiten al niño madurar emocionalmente, porque ha de cuidar de seres más pequeños y vulnerables, concluye Pía Pera, que nos deja un manojo de ejemplos de huertos escolares en los que lo que más florece entre las plantas es la alegría de los escolares. Por eso es fundamental la actividad de esos maestros clarividentes que educan a los niños, además de en las materias tradicionales, en los fundamentos de la naturaleza, y cultivan un huerto en su escuela.
Esto lo saben muy bien las maestras de varias escuelas de mi tierra, como las de Villamediana, ¡hola Rosa Olga!, que llevan años haciendo huertas con sus alumnos, mucho antes de que a algún gestor de la educación en cualquier despacho se le ocurra incluir en la programación académica estas actividades. Que dudo se le ocurra. Seguro que los niños entienden antes el funcionamiento de las varias inteligencias artificiales que inundarán las aulas que el futuro depende de nuestra manera de producir los alimentos. Y que nada podemos hacer solos, ni siquiera cultivar nuestro huerto. Esta idea le lleva, a la autora a reflexionar sobre los huertos sociales o compartidos, una excelente manera de aprender y relacionarse si uno quiere.
¿Cómo ordenar la huerta? No agredamos la naturaleza, no dispongamos las plantas como si se encontraran en un desfile militar, vivamos y dejemos vivir. Ya escribí en este blog, donde viven los caracoles, que hay huertas hechas por hombres y huertas hechas por mujeres, que las hay trazadas con escuadra y cartabón y que las hay desordenadas. Les mostré algunas fotos y les propuse jugar a adivinar quienes hacían unas y quienes otras. Cada cual es como es y eso se refleja en la estética de su huerta. La moderna agricultura ha hecho mucho daño desde esta perspectiva al desterrar el desorden, alinear marcialmente las plantaciones para su cómoda mecanización, eliminar la diversidad, combatir las “malas hierbas”, etc.
Una huerta la hacemos para producir alimentos, ¿por qué algunos se resisten a que haya flores entre las tomateras y la pimienta? En las huertas que hacen las mujeres hay más diversidad, nos queda mucho por aprender a los hombres. Un huerto con flores es más alegre y nos complace más verlo que un feo recuadro de tierra dedicado exclusivamente a lo útil, escribe Pía Pera. La utilidad de lo inútil, escribió Nuccio Ordine. Yo la busco constantemente entre las plantas que hay en mi huerta. Y en mi vida.
Se nos advierte en este libro de que el jardín y el huerto implican filosofías y temperamentos muy distintos y sin embargo, la tan cacareada separación entre huerto y jardín solo tiene sentido hasta cierto punto. ¿Cuál? Descúbralo usted mismo, haciendo ambas cosas o leyendo el libro.
Llegando ya al final me alegra ver que comparto con la autora la dejadez de cultivar solo aquello que me apetece, lo que se me da bien. Pía Pera no tiene alcachofas, por ejemplo, las compra. Yo tampoco, las cojo en la huerta de mis primos. Las mías se las comían los ratones y no podía evitarlo. Ella no siembra patatas, yo tampoco. Me salen muchas malas al cocinarlas. Ella no pone pimientos, yo sí, aquí se dan muy bien. A este capítulo lo ha titulado Sentido común. La razón es evidente: obrando así tengo más satisfacciones que frustraciones. De esto se trata.
En un huerto, y en la vida, hay que evitar las malas prácticas: usar pesticidas, matarnos a trabajar y envidiar el huerto ajeno. Leo.
Para difundir su pensamiento Pía Pera creó el año 2005 la página ortidipace.org que sigue activa aunque ella no está. La red de escuelas de ecología al aire libre de Gianfranco Zavalloni colabora y otras muchas organizaciones que trabajan en red para difundir estas ideas, estas prácticas… esta vida.
Pía Pera decidió crear esta página cuando, Comprendí que, para que todo aquello resultara vivo y apasionante, no bastaba con cantar las excelencias de la cultura rural. Nadie deseaba volver a aquel mundo, que era percibido, con razón o sin ella, como algo duro, cerrado y aislado. Tanto más cuanto ya casi no había agricultores que no hubieran sucumbido a la llamada “revolución verde”, que había industrializado el campo e impuesto el uso de productos químicos y maquinaria agrícola (…) Ya no quedaba nada de aprender de los abuelos…”
Por esta razón tenemos que ser nosotros, que somos o estamos a punto de ser abuelos, los que hablemos de jardines y de huertas, escribamos de pimientos, manzanos y tomates, hagamos y enseñemos nuestras huertas. No cabe esperar nada de los sustitutos de los agricultores en el trabajo de la tierra, los agronegocios, y poco de los pocos agricultores que todavía quedan, excepción hecha de quienes abrazaron las prácticas de la agroecología y resisten.
Nosotros, quienes no volvemos al huerto sólo a procurarnos comida, sino a restablecer, en ambientes dominados casi en exclusiva por lo inorgánico, cierta noción de lo que es la materia viva, así como a recuperar un saber fundamental de la civilización que nació, para bien y para mal, en el Neolítico.
Que disfrute usted del libro, de su jardín y de su huerta… o de su maceta.
Emilio Barco Royo
En Alcanadre 17 de mayo de 2023
Tienes muy bonito el huerto. Da gusto ver esas fotos. A ver si almorzamos juntos un día.
Charly
Gracias, me ayuda el agua pasada por la cabeza de nuestro querido san Gregorio.
Podemos quedar en Alcanadre una mañana. Me avisas y le digo a Adolfo cuando le viene bien.
Salud
Emilio