Un cazador, por el campo. Foto: Diego Juste.

La gorra Caja Rural, un icono que marcó un estilo de cazador

Aquellos aficionados a la actividad cinegética salían al campo a disfrutar de él y no a llenar el morral de piezas. Solía distinguirles una gorra de la Caja Rural.
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Una imagen lo decía todo en los campos de Castilla allá por mediados de los ochenta del siglo pasado: hombre maduro vestido con mono, gorra verde Caja Rural, perro de raza indeterminada, capaz de cazar igual el pelo que la pluma, escopeta paralela con correa para llevarla al hombro y canana a la cintura, eran sinónimos del típico cazador que se tomaba la actividad cinegética con enorme relajación y que le importaba más colgarse al morral mejor algo de pelo que de pluma. Es decir, antes una liebre o un conejo que una perdiz, porque a esta última era difícil acertar con el disparo.

Y es que aquella gorra verde con el logo de la espiga diseñada en 1979 por un croata para la Caja de Albacete se ha convertido en un icono. Muy cotizada en la actualidad por mujeres y hombres de todas las edades, especialmente entre los jóvenes, aquella espiga parece que imprimía un carácter especial al que la llevaba.

Mis encuentros por el campo, escopeta al hombro, pateando terrones con aquellos hombres eran muy entretenidos y la mayoría de charlas parecidas. Cuando uno se paraba a saludar lo primero que tenías que decirle al “cazador visera Caja Rural” es que abriese su escopeta, su paralela con los cañones llenos de arañazos y con el pavón prácticamente desaparecido. “No, si le he puesto el seguro”, me comentaban, pero yo insistía porque lo más adecuado es abrir el arma para evitar un disparo inoportuno ¡Cualquiera se fiaba de aquellos trastos que llevaban!

Foto: Producto a la venta en Amazon.

Acto seguido te ofrecían un bocado o bien sacaban la bota del morral para que echaras un trago de vino. Nunca tenían prisa y si hubiese por allí cerca un olivo o almendro, pues mejor sentados a la sombra, porque algunos días el sol caía pesado como el plomo en los buenos días otoñales.

Con cierto disimulo miraban y remiraban si llevabas una buena percha de perdices, algo así como diciendo que les dieras alguna, mientras te cosían a preguntas sobre la familia, tu profesión y cientos de anécdotas de lo que era antes la caza. De manera que al final de la charla les regalabas un par de perdices o una, depende del día, las metían en el morral con una especie de rejilla y se despedían tan contentos.

En cuadrilla

Para aquellos agricultores y cazadores ocasionales la caza era un ritual que ocupaba todo el día. En general, cuando salían en cuadrilla en busca de la liebre por el monte casi siempre llevaban un “secretario” que era el que llevaba las piezas cazadas y que también se encargaba de encender la lumbre para asar unos chorizos, panceta o lo que se terciara. El caso era pasar el día. Siempre he pensado que lo de la caza era una excusa, un pretexto, para verse y estar juntos. Y también para reírse de los fallos de unos y otros y cómo no, para discutir cuál de los perros era mejor siguiendo el rastro de la rabona.

Era un tipo de caza sosegado, tranquilo, de dar vueltas y vueltas tipo peonza hasta que los perros dieran con la libre o bien saltara de los pies. Y como vieran alguna encamada le disparaban por si acaso al salir la fallaban. En este caso, eran días fríos de finales de otoño e invierno. Sin embargo, el sabinar los protegía del cierzo. Y para el almuerzo una pared de una choza o corral orientada al sur servía de parapeto de los rigores invernales, así como les reconfortaba el calorcillo de la lumbre.

Aunque cazar la codorniz les parecía un dispendio gastarse un cartucho para una pieza tan pequeña, también solían compartir esta modalidad dos o tres días de agosto. Eso sí, la merienda no podía faltar, aunque en verano iban a casa a comer a eso de las tres de la tarde.

Recuerdo como si fuera hoy una mañana fresca de agosto que tras el tentempié, o algo más, a eso de las 11, se levantaron de un ribazo cuatro “cazadores visera Caja Rural”. Al poco tiempo se colocaron en batería apuntando. Los perros estaban metidos en una acequia moviendo el rabo avisando de que allí había algo, sacaron la codorniz del yerbazal y no oí ningún disparo. Cuando me acerqué y les pregunté qué les había sucedido me comentaron que al desayunar habían puesto el seguro a las escopetas y se habían olvidado de quitarlo. Y todo esto me lo contaron muertos de risa, ante aquella escena de caza para grabarla. Y como mucho cada uno llevaba una o dos codornices, una percha muy exigua para aquellos tiempos que abundaban muchísimo por rastrojos y arroyos de las zonas frescas de montaña.

Se perdió un estilo

Añoro a los “visera Caja Rural” porque, aunque no eran muy diestros en el manejo de la escopeta sabían leer el campo como pocos. Conocían los lugares por donde venía la liebre gazapeando seguida de los perros y allí se colocaban; adivinaban sus querencias según el tiempo y no les hacía falta ver la tele o escuchar la radio para saber si iba a helar, nevar o llover al día siguiente.

Eran sabios en toda la extensión de la palabra, porque como en su mayoría había escaseado el pan en casa cuando eran pequeños, valoraban todo mucho más; se enfadaban por cosas realmente importantes, lo que no quiere decir que se resignaran. Luchaban contra los contratiempos y las injusticias como los primeros y destilaban una entrañable y cálida sencillez. El carácter “visera Caja Rural” les había llevado a tener muchos amigos por los pueblos con los que compartir vivencias.

Lo que no me explico es cómo no llegó a reventar a alguno el cañón de su vieja escopeta, puesto que utilizaban cartuchos muy potentes para el trasto que manejaban y que ya se vendían en numerosas armerías.

Algún año más tarde se veía algún “cazador visera Caja Rural” sin mono, con bastantes menos años moviéndose mucho más rápido por el monte y los terrones. Iba escopetado, nunca mejor dicho, llevaba semiautomática de cuatro o 5 tiros seguidos, conocida en el mundo de la caza como repetidora, y no se paraba ni un segundo ni siquiera para decir hola. Parecía que no disfrutaba ni vivía la naturaleza; quizás solo el momento del disparo para abatir la pieza, y lo que importaba era el número de patirrojas, conejos o liebres cazadas, más que el cómo las había conseguido. Malos augurios para la caza

Aquellos veteranos cazadores eran capaces de tenerte dos o tres horas contándote cómo habían llegado a cazar una sola liebre; las veces que había pasado cerca y no la habían visto; cómo había engañado a los perros cruzando los rastros. Al fin y al cabo, eran los mejores, los “visera Caja Rural”.

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