Razones y sinrazones de la protesta agrícola
Tras el aquelarre agrícola en el corazón europeo de Bruselas y la retirada de los tractores de las carreteras francesas, los agricultores españoles se movilizan en defensa del sector. Sin duda que también tienen razones para la protesta, pero hay sinrazones en sus demandas de más difícil justificación.
Razones para la protesta
Es evidente que nuestro sector agrario es muy heterogéneo, tanto desde el punto de vista estructural, como productivo. Coexiste una franja de explotaciones de alto nivel de tecnificación y rentabilidad, junto a otras, muy numerosas, que tienen dificultades para subsistir y cuyos titulares están, en muchos casos, próximos a la edad de jubilación.
Es un hecho, por tanto, que una parte significativa de los agricultores españoles tiene problemas, estando al límite incluso de la viabilidad. Los efectos de la actual sequía están siendo demoledores en algunas regiones de nuestro país (aunque no en todas), con reducciones cuantiosas de la producción. A su vez, la guerra de Ucrania está provocando un fuerte incremento de los costes de producción, sobre todo en piensos, fertilizantes y energía.
Es una coyuntura compleja, que se produce, además, en un contexto de mercados abiertos en el que a muchas explotaciones les resulta difícil afrontar la competencia interna y externa. A ello se le une el fuerte proceso de reconversión tecnológica y digital que está teniendo lugar en el sector y al que ciertos tipos de agricultores les cuesta mucho adaptarse con sus propios medios, además de no tener ya actitudes para ello, debido a su elevada edad. Ello plantea el asunto del relevo generacional, que, en mi opinión, es el principal problema de nuestro sector agrario.
Todo ello afecta a la rentabilidad de muchas explotaciones (sobre todo, las de pequeña y mediana dimensión), debido al bajo precio percibido por sus productos, y eso existiendo una pionera ley de la cadena alimentaria que, sin embargo, aún no ha desplegado todo su potencial. Tampoco las ayudas de la PAC, siendo necesarias, son suficientes para paliar este problema, ni las ayudas por la sequía, ni el sistema bonificado de seguros agrarios.
Este es el cuadro de razones objetivas que justifican la protesta, y al que sólo cabe responder con empatía, diálogo y comprensión por parte de los poderes públicos y con un aumento de los apoyos al sector para paliar los efectos de la grave coyuntura. También ha de responderse con una mejora de los incentivos (técnicos económicos y formativos) para facilitar a estos agricultores su adaptación a un proceso de reconversión que se antoja inexorable.
Además de las razones objetivas antes señaladas, hay otras más subjetivas, pero no menos relevantes, que afectan al mundo de las emociones. Me refiero al sentimiento de muchos agricultores de que su actividad no está lo bastante valorada como creen merecer. Consideran que, por la importancia de la agricultura en el abastecimiento de alimentos (puesta de manifiesto durante la pandemia) y por la presencia de los valores rurales en nuestra identidad cultural, merecerían recibir más atención por parte de la sociedad. Se lamentan de que, si bien los ciudadanos se muestran comprensivos con las demandas del sector y los apoyan en su protesta, al final lo que realmente desean es disponer de alimentos a precios bajos en los supermercados.
Junto a eso, muchos agricultores se sienten abandonados por unas élites políticas que, en su opinión, están cada vez más influidas por la cultura urbana y el lobby ecologista al que hacen responsable del Pacto Verde y de todo lo que éste conlleva. Desde su punto de vista, ello explicaría las cada vez mayores exigencias de la UE en materia de bienestar animal y medio ambiente (por ej. prohibición de pesticidas, barbecho obligatorio, cubiertas vegetales, purines…) Son exigencias que los agricultores no ven justificadas y que, además, les suponen un sobrecoste económico no bien cubierto con medidas como los eco-regímenes o el programa agroambiental de la PAC.
Además, se indignan por esa especie de supremacismo moral con el que, según ellos, se expresa el ecologismo cuando califican la actividad agrícola y ganadera de depredadora de los recursos naturales, sin valorar las aportaciones que hace al buen equilibrio de los ecosistemas y a la captura de carbono, además de su relevancia para el desarrollo del medio rural.
Sinrazones de la protesta
Siendo cierto todo eso, es una sinrazón decir que las exigencias ambientales son una imposición del ecologismo, cuando en realidad son acordadas por los ministros de agricultura de la UE como respuesta a los efectos del cambio climático y a la necesidad de regenerar un medio natural cuyo deterioro los propios agricultores son los primeros en comprobarlo día a día en sus explotaciones. Es razonable, sin duda, la demanda de que tales exigencias se apliquen de forma gradual, pero no lo es pedir su eliminación, ya que, a largo plazo, eso sería perjudicial para el propio sector agrario.
También es una sinrazón acusar a la UE de abandono del sector agrario cuando destina en ayudas casi 400.000 millones de euros para el periodo 2021-2027 (más de 45.000 millones para los agricultores españoles). Se puede criticar esa cantidad por insuficiente, pero no es razonable acusar ni a la UE ni al gobierno español de dejación ante los problemas de la agricultura. En el caso español, la aprobación del PEPAC, la Ley de la Cadena Alimentaria, las ayudas de sequía, las medidas de choque por la guerra de Ucrania, el sistema de aseguramiento y avales o el tratamiento fiscal favorable a las pequeñas y medianas explotaciones, no son precisamente una muestra de inacción, sino todo lo contrario.
Tampoco parece razonable que las OPAs españolas, al igual que las del resto de países de la UE, justifiquen la protesta por la carga burocrática que recae en los agricultores a la hora de aplicar la PAC y que consideran excesiva. Este es un argumento de difícil aceptación, ya que los agricultores, como sucede en cualquier otro sector que recibe ayudas públicas, tienen que someterse a fiscalización por la administración correspondiente, y eso implica más burocracia.
En el caso de la PAC, y debido a la diversidad de medidas que pone en marcha, el control burocrático quizá sea superior al de otros sectores. Eso puede que irrite a muchos agricultores, que ven cómo tienen que dedicar parte de su tiempo a cumplimentar los documentos de la PAC o bien contratar los servicios de una gestoría. Sin embargo, esa práctica no es algo que le resulte extraño a los agricultores, ya que suele ser habitual que recurran a ella en temas relacionados, por ejemplo, con la declaración del IRPF o del impuesto de sociedades. Se puede, sin duda, mejorar el complejo sistema de controles asociados a la PAC, pero siempre será inevitable algún tipo de fiscalización administrativa en tanto el sector agrario siga siendo beneficiario de las ayudas públicas.
El “cuaderno digital de explotación” es un buen ejemplo. Objeto de crítica por algunas OPAs, el cuaderno persigue precisamente facilitar la aplicación de la PAC, y no hay razones objetivas para oponerse al mismo, ni utilizarlo como uno de los motivos esgrimidos en la protesta. La digitalización es el futuro, y no tiene que verse como una amenaza, sino como una oportunidad, sobre todo cuando muchos agricultores están ya bastante familiarizados con las tecnologías de Whatsapp, Facebook o Linkedin. Es verdad que hay problemas de acceso a internet en algunos territorios, y que debe ampliarse la red de banda ancha. Pero eso no es razón para oponerse al “cuaderno digital de explotación”, ya que los agricultores residen cada vez más en municipios cabecera de comarca e incluso en las capitales de provincia, donde no hay ningún problema de conexión. En todo caso, sí parece razonable solicitar que su introducción se haga de forma gradual, con la ayuda y el asesoramiento técnico de cooperativas y OPAs.
Otro motivo esgrimido en la protesta es la entrada de productos de terceros países que no cumplen las normativas sociales y ambientales europeas y que compiten de forma desleal con los de la UE. En consecuencia, las OPAs reivindican la intensificación de los controles en frontera y la paralización de los grandes acuerdos comerciales de la UE (como el de Mercosur con los países latinoamericanos o el que está pendiente de ratificación con países como Nueva Zelanda) y también los acuerdos preferenciales (como el que hay con Marruecos). Esta es una reivindicación que puede entenderse en el contexto de dificultad por el que atraviesan algunos subsectores, pero que no sería razonable aplicarla, dada la fuerte orientación exportadora de la UE. Recordemos que ese tipo de acuerdos no son sólo agrícolas, sino que se refieren al conjunto de la economía, y por ello resultan también positivos para el intercambio general de bienes y servicios.
Además, no es verdad que los productos de terceros países entren en la UE sin ningún tipo de controles, ya que existen cláusulas de salvaguarda para proteger los productos internos; otra cosa es la eficacia con que se aplican. Además, la inclusión de las cláusulas “espejo”, aún pendientes de aceptación por la OMC, sería garantía de que se aplicarán a los productos que vienen de fuera unos controles fitosanitarios equivalentes a los de la UE.
En este tema de la competencia desleal el problema de fondo es que los productos que entran en la UE tienen unos costes de producción más bajos, debido sobre todo al menor coste de la mano de obra (diferencia que también se da entre países de la UE en el mercado interno europeo). Esta ventaja comparativa la aprovechan incluso empresarios españoles para invertir en la agricultura de esos otros países y vender sus producciones en los mercados de la UE (como ya ocurre en la región marroquí de Agadir).
Descartado, por inviable, el retorno a la vieja política arancelaria, es un hecho evidente que la competencia de terceros países sólo puede ser afrontada por los agricultores españoles apostando por la calidad (como ya se refleja en muchas producciones) y dotándose de una buena vertebración asociativa (aún muy lejos de haberse alcanzado en nuestro país)
Conclusiones
Hay, sin duda, razones para la protesta de los agricultores españoles, algunas coincidentes con las del resto de la agricultura europea, como la frágil rentabilidad de las explotaciones, el bajo precio percibido por los productos, el problema del relevo generacional o los efectos del proceso de reconversión tecnológica y digital del sector agrario.
Pero otros motivos esgrimidos en las movilizaciones carecen de la suficiente solidez (el abandono del sector por los poderes públicos, la excesiva carga burocrática, el dominio ecologista, las exigencias ambientales, la competencia desleal de terceros países…) Tales motivos los acercan a posiciones corporativistas de defensa de un mundo rural y agrario que está experimentando cambios notables y cuya gestión ya no es exclusiva de los agricultores, dadas sus implicaciones en materia de salud, recursos naturales, ordenación territorial y medio ambiente. Ello explica la participación en esa gestión de ministerios distintos del de agricultura y de grupos sociales no agrícolas, algo que no siempre es bien entendido por los agricultores .
Es un hecho que el mundo agrícola está siendo sustituido por otro cuyos valores y lógica de funcionamiento es muy diferente y al que los agricultores tienen que adaptarse. Y para hacerlo deben buscar nuevas alianzas, ya sea con los consumidores y los grupos ambientalistas, como con los demás actores del sistema alimentario (industria y distribución). Esto ya lo están haciendo algunos agricultores por propia iniciativa mediante modelos innovadores en el campo de la agricultura de precisión, la calidad diferenciada, los circuitos cortos o la producción ecológica, y también lo están practicando diversas organizaciones como UPA (con iniciativas como el Anuario de la agricultura familiar o los premios del Orgullo Rural). Pero hay aún resistencias dentro del sector a lo que es un cambio inexorable.
Exigir apoyo de los poderes públicos para facilitarle a los agricultores con dificultades la adaptación a una transición ecológica y digital que sea justa e inclusiva, debería ser el motivo principal de la protesta agrícola. También debería serlo afrontar el grave problema del relevo generacional y la necesidad de disponer de cierto nivel de soberanía en productos estratégicos, pero sin que eso suponga poner en riesgo una apertura de mercados de la que se beneficia el propio sector agrario de la UE, dada su vocación exportadora.
Pero no parece razonable centrar la protesta en el retorno nostálgico a un mundo rural y agrario que ya no es posible reconstruir con las piezas del pasado. Obstinarse en ello puede hacer que las razones de la protesta se vuelvan contra los propios agricultores. No olvidemos que el apoyo social que reciben hoy los agricultores es muy ambiguo, por lo que si persisten en demandas poco razonables puede derivar en crítica hacia un colectivo percibido por amplios sectores de la población como altamente protegido con ayudas públicas y por eso mismo obligado a rendir cuentas por lo que hace y por cómo lo hace, y a ser regulado en su actividad.