El campo dice ¡basta!
Que a nadie le extrañe que el campo haya dicho ¡BASTA! Quizás sea un buen momento para agachar las orejas y aceptar de buenas maneras el cabreo de un sector ya en peligro de extinción. Tendremos que soportar el castigo que nos corresponde, por hacer caso omiso a las señales de auxilio que ellos nos mandaban y que no quisimos ver. Llevamos años siendo testigos de la decadencia que asola nuestros pueblos; llevamos años observando el desprestigio social que padecen oficios tan dignos como el pastoreo y la agricultura. A nadie le ha importado que el medio rural se fuera desangrando; a nadie le interesa que, a los pocos ganaderos que todavía subsisten, se les atasque la carpeta de papeles y se les colapse el buzón con los nuevos reglamentos de la política agraria. Somos cómplices de dar el visto bueno a esos expertos políticos, de múltiples colores, cuya labor específica parece que siguiera una misma directriz: ¡a ver quién lo hace peor!
Ha sido tanta la asfixia a la que se ha sometido al entorno rural que ahora, en este momento de sequía, donde la tierra está yerma y sin ideas frescas, alguien ha decidido acercar el mechero para incendiar esos males ya tan enquistados y tan explosivos. Y no seamos hipócritas con lo que está sucediendo, pues todos tenemos una pizquita de culpa en ese malestar que sienten nuestros paisanos agrarios. Es sencillo echar balones fuera mientras exhibimos lemas a favor del campo. Basta escuchar los diferentes noticiarios para llegar a una conclusión: Entre todos la mataron y ella sola se murió.
¿A quién no se le llena la boca, nunca mejor dicho, al hablar de alimentos sanos y sostenibles? Y sin embargo, los mismos que tanto alabamos la sostenibilidad y nos explayamos discutiendo sobre la calidad de éste u otro manjar, no podemos ceder al impulso infernal del cartel fosforito, reclamando con destellos de felicidad nuestra atención en el supermercado. En ese instante, ni la ética ni los miramientos nos detienen; echamos mano del pollo en oferta que publicita el cartelito, sin pensar que ese mismo pollo que ahora tengo en el carrito, llegó antes de ayer a puerto en un contenedor frigorífico proveniente del mar de China. Y compramos la mercancía de saldo, sin asumir que este diminuto acto económico supone la muerte lenta de nuestro ganadero. Desde luego que la política verde impuesta por Europa carece de sentido común, hay que intentar mejorarla, pero no quiero incidir en esa cuestión, sólo pretendo mostrarte, amigo lector, que somos tú y yo quienes construimos el futuro con nuestros hechos y con nuestro mutismo. A veces el silencio también hace daño. Porque así, a la chita callando, siempre escogemos el producto que más conviene a nuestro bolsillo, no a nuestra conciencia. Algo lógico, por otra parte, cuando la cesta de la compra se ha encarecido tantísimo.
-Mi hijo quiere ser ABOGADO; explicamos henchidos de orgullo y rebosando gotas de baba densa por la comisura de los labios.
-Mi hija está preparándose las oposiciones para AGENTE JUDICIAL. Y al pronunciar esas palabras, nuestros ojos brillan del color dorado de la abundancia y la prosperidad.
-Mi chico, el pequeño, quiere ser AGRICULTOR… ¡ya ves qué porvenir! a ver si espabila y deja de pensar tonterías.
¿Pero qué carajo sucede en esta sociedad? Estamos dando más valor a cualquier oficio, a cualquier título, que al ganadero que nos pone la carne encima de la mesa ¡Por Dios! No se puede tratar con tanto desprecio a quién nos asegura la comida diaria. Entiendo que lo que estoy contando es un problema incrustado en la sociedad y con difícil solución, pero creo que el procedimiento comienza por poner en valor el trabajo de esos que se dedican a producir el bien más importante y necesario: EL ALIMENTO.
Mi pretensión con este escrito no solo es incidir en la parte económica de la agricultura; es evidente que hay que recompensar el esfuerzo diario de esos que han dicho ¡BASTA! Mi reclamación se centra en visibilizar el menosprecio al que se ha sometido a un sector. Creo que una profesión que no cuente con el apoyo de sus paisanos está condenada a desaparecer. Y eso es lo que puede suceder si el mundo ajeno al campo no comienza a comprender la importancia de los benefactores rurales. No voy a hablar de la famosa PAC ni de las limosnas europeas ni de los lobbies animalistas; hoy no… Solamente dejaré caer unas cuestiones con las que podamos reflexionar:
Quién aporta más beneficios a tu día a día: ¿un letrado o un granjero? ¿Un futbolista o un agricultor? ¿Una cineasta o una ganadera?
Con el máximo respeto hacia todas las actividades y oficios, creo que deberíamos otorgar a cada cual la importancia que se merece, y dejar de mirar por encima del hombro a esa gente que vive en zonas rurales y son parte fundamental del sector primario.
Qué divertidos son los chistes sobre paletos; qué variedad de chascarrillos a costa del tonto del pueblo; qué imitables son los estereotipos que relacionan campo con tosquedad. Por qué nadie habla de esos cariñosos y tan comunes estigmas ¿eso no entra dentro de la agenda política y social? Los pueblos también son una minoría a proteger.
Ni la ganadería ni la agricultura se merecen el descrédito al que están sometidos; y ni mucho menos se merecen nuestro silencio.
Por favor, no nos empachemos de palabras banas, de postureo y de redes sociales con escaso poder de nutrición; empachémonos de esos alimentos que nacen en las zonas rurales; y alcemos la copa y brindemos “con su vino” por ellos, y por poner a nuestra disposición una cesta de la compra tan variada y tan suculenta. Y si el campo dice ¡BASTA!, por algo será. Escuchémosles.