Balcones en un pueblo

La vida sostenible de los pueblos

Parece obligado recordar que la sostenibilidad tan de moda ahora ya se practicaba antes en los pueblos. Sólo unas pinceladas de cómo vivían las familias. Y tan felices.
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Una mujer cercana a los 80 está tejiendo lo que parece un jersey de lana al abrigo del cierzo en un corral en una tarde soleada del mes de junio. Al pasar por una preciosa cancela de hierro antiguo, un perro barbas nos ladra con fiereza y ella desde su rincón agacha la cabeza un poco, se le bajan las gafas y se nos queda mirando sin decir nada. A lo suyo.

Antaño era una imagen muy frecuente por estos pequeños pueblos serranos. En la mayoría de las casas siempre había una mujer que sabía bordar y tejer todo tipo de ropa, en especial la de abrigo como jerseys y calcetines de lana pura de oveja, así como los ajuares de los novios para el casamiento. A veces se reunían varias vecinas para que el trabajo le resultara más ameno y de paso para pegar la hebra.

Aquellos ovillos de lana que se amontonaban en sillas vacías o bien se colocaban en un pequeño cesto no habían caído del cielo. Tras esquilar las ovejas en primavera, se lavaban los vellones en el río o en el lavadero para quitarles la mugre, se tendían al sol y los que no se vendían se guardaban para hilvanarlos o bien para renovar el relleno de los colchones.

Las mujeres más diestras estiraban la lana y la limpiaban de algún pequeño objeto o pincho que se hubiera quedado agarrado en el campo a la oveja. Siempre me impresionó que al estirar la lana y engancharla al huso, una especie de palo de madera con una pequeña base y una punta más ancha para que no se saliera el hilo, no se rompiera. Y en el caso de que así fuera, brillaba de nuevo su destreza al empalmar el trozo de lana roto. Así, con paciencia, hilvanaban en un abrir y cerrar de ojos un ovillo de lana, que aunque no tuviese la redondez del que vendían en las tiendas, servía lo mismo para confeccionar.

Recuerdo que lo vellones de oveja negra, en realidad eran marrón oscuro, los dejaban para los calcetines o para las cenefas de los jerseys.

Nada sobraba en los hogares y como ya he contado en más de una ocasión: aquellos niños que pertenecían a una familia numerosa tenían ventaja sobre los demás cuando iban a la escuela, pues llevaban aprendida la regla de dividir. A ver como se les apañaban si no para repartirse los chorizos o las croquetas que freía su madre.

Era principios de los años 60 del siglo pasado y en esos pueblos castellanos todo se reutilizaba. La ropa de los hijos mayores la heredaban los pequeños y sin rechistar. Los zapatos que el padre se había comprado cuando se casó le duraban toda la vida, pues solo se los calzaba para cuatro fiestas puntuales.

Algunos jóvenes conocieron lo que eran unas botas de cuero al cumplir con el servicio militar. Y venían tan contentos con su uniforme, ropa interior, camisas y jerseys verdes todo gratis. Era la primera vez que salían del pueblo y la mili no era más que una aventura que se les quedaba tan grabada en el cerebro de tal manera que durante toda su vida no dejaban de contar anécdotas. Las botas negras de piel las guardaban para el invierno.

Pero volvamos a lo que era reutilizar de verdad. Todo se arreglaba hasta que la ropa quedaba destrozada. Los hombres con sus clásicos pantalones de pana apenas se distinguía su color por la cantidad de remiendos que llevaban, así como los calcetines de lana que se usaban en invierno cubriendo el pie con una especie de funda de goma, mucho más ligera que una bota Katiuska que se ajustaba a la abarca, un calzado muy resbaladizo y peligroso para los días de hielo. Y las mujeres con sus faldas oscuras de punto que parecían estar de luto y que les duraban media vida. Hasta esas calzas de goma negra se arreglaban con un parche como una recámara de bicicleta.

Lo cierto es que no pretendo que se interpreten estas letras como una añoranza, si no más bien como un ejemplo de lo que es vivir de una manera sostenible. Quizás a la fuerza, pero sostenible.

IKEA no existía y las bonitas y prácticas sillas de enea se componían en casa o bien en el “taller” del mañoso del pueblo, experto en fabricar la estructura. Las mesas de aspecto rústico eran sólidas, bien de madera de pino, de roble o del árbol más frecuente de la zona. Las más bonitas eran las de sabina, pero era más difícil de trabajar y solo se colocaban en las casas de los más ricos. Los preciosos adornos de tela de los vasares de madera de la cocina eran bordados lisos o de realce confeccionados por las mujeres. Así como toallas, pañuelos, servilletas, fundas de almohada, sábanas, colchas o lo que se terciara.

Los arreglos de los serones, albardas y otros aperos de los animales de carga correspondían a los hombres.

Recuerdo a mi tía Elisa que en sus “descansos” siempre estaba atareada con las agujas, el dedal, los hilos y los alfileres creando auténticas obras de arte. Todavía hoy mis primas sacan los días señalados de fiesta un impresionante mantel blanco como la nieve para el altar, digno de admiración por el trabajo que llevó hacerlo y por su belleza. Eso sí, cuando termina la misa lo recogen y se lo llevan de nuevo a su casa. Por si acaso las manos largas de algún clérigo se encaprichan del mantel y lo vende. Esto último es una suposición mía, quizás no muy descabellada.

Ahora, vivir de una forma sostenible es comprar productos naturales en las tiendas de cercanía, entre ellos la comida; adquirir prendas de segunda mano y no comerciar con ropa nueva a precios relativamente asequibles fabricados generalmente en países asiáticos. Pero como la picaresca parece pertenecer al corazón humano, algunas tiendas que antes vendían ropa usada a precios muy baratos, resulta que colocan en determinadas prendas la palabra “vintage” y te cuestan 200 euros. Ahí es nada.

Resulta contradictorio pero es así: en la actualidad tenemos un nivel de vida más alto que antaño, pero menos medios para una vida más sostenible, en especial los urbanitas que como mucho visitan alguna vez al zapatero, cada día más escaso en el ecosistema urbano. Estamos envueltos por millones de toneladas de plástico y otros envases, y lo peor es que parece que no sabemos vivir sin ellos.

Además, el pueblo no te exige ir siempre impecablemente vestido y calzado por lo que se necesita comprar menos ropa en el día a día.

Ha quedado en mi memoria lo torpes que andaban algunos chicos el día de su comunión. Al final descubrí la causa: sus padres les habían comprado lo que entonces se llamaban zapatos crecederos. Es decir, dos o tres tallas más para que le duraran un par de años, por lo menos.

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