La tierra se presenta vieja, primitiva, sedienta, descarnada, como si estuviera formándose en un mundo primigenio o como si expresara el desgaste del tiempo, exhausta ya por el expolio humano y por la acción ciega de las fuerzas geológicas. Una tierra vecina del mar, el cual deja sus brisas húmedas en los escarpados acantilados, en las pequeñas llanuras que se abren al piélago, como alivio final de sus tortuosas barrancas y ramblas. Una humedad que festona de matorrales raquíticos los pedregales, grisáceos o albarizos. Una tierra modelada por la mano implacable de la erosión, provocada por el agua torrencial y destructiva y por el viento del desierto. Cárcavas y barrancos de yesos, de margas, de pizarras, componen un laberíntico paisaje que parece de otro mundo. Los estrechos fondos de los barrancos y horcajos, que a veces se ensanchan formando pequeños valles, que, cuando los aluviones de piedras lo permiten, se cubren de verdor, formando oasis de vida entre la desolación de laderas y altozanos. Y todo bañado por la deslumbrante luz que no deja lugar a las sombras. Cielos sin mancha.
El cabo de Gata, los campos de Níjar, el desierto de Tabernas, los campos de yesos de Sorbas, forman una sucesión de paisajes apocalípticos, donde la dialéctica de la vida y de la muerte se desnuda en su lucha eterna. Un universo mineral, como renuente a la vida, pero cuyo predominio ha sostenido a economías (algunas ya periclitadas), que se alimentaban de la extracción de hierros y mármoles. Y sus vaciados rivalizan con los vaciados de la erosión espontánea, cuando no aúnan sus fuerzas para producir esa sucesión de osamentas geológicas que absorben las miradas y las pierden entre tantos laberintos imposibles.
Salpicados por esa nada, abandonados o derruidos, con sus paredes descarnadas, recomidas por los soles y los vientos, testigos del olvido, menudean los pequeños cortijillos, vestigios mudos de una vieja ocupación del espacio, de la miseria de las vidas que los ocuparon, de la dura existencia, de la pobreza. Su profusión nos revela una ocupación rastrera, que repta por los mínimos espacios aptos para el cultivo misérrimo o en busca de pastos casi siempre agostados, sólo aptos para famélicas cabras. Pero que también nos insinúa un mundo vivo, que ponía voces y afanes a esa geografía difícil y hostil. Un mundo abandonado por legiones de desertores del arado romano y del pastoreo. O del pico escarbando en las entrañas de la tierra. Ya nadie recoge los tunos de las espinosas tuneras, secular alimento del hambre. Sus paletas de espinas se ofrecen a nadie. El silencio se esconde en cada matorral y en cada recoveco del quebrado paisaje. Mudo de voces. Las piedras desmoronadas de olvidadas construcciones sepultan bajo capas de tiempo los viejos sueños que un día las levantaron mano a mano, a golpes de sudor y con el sudor de los golpes.
Campos desiertos de Almería, tan cercanos del mar y tan poco marineros. Almería de tierra adentro, de piedra y mármol, de hierro y lava, cresteada de volcanes ciegos. Tierras de matorrales rastreros y jirones de lamentos. Tierras vecinas ahora de un nuevo mar de plásticos que cubren su pobre suelo. Techos ondulados que se extienden como olas de un progreso ignorante del ayer y de la madre tierra huérfano.
Foto destacada: Un paisaje en el interior de Almería. Autor: Joaquín Terán.
Precioso y estremecedor retrato literario de un paisaje, el de la Almería del interior. Enhorabuena, Cristóbal.