El país de las ranas

Lecturas a la sombra de la higuera

La madre del Nobel de Literatura 1997, Dario Fo, escribió una única novela: 'El país de las ranas'. Un relato íntimo en la Italia rural del siglo XX que acaba de ser publicado en español y desmenuzado por Emilio Barco en su último artículo.
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“…Me dice mi padre que en estos campos
mudos aprenda a acallar las palabras
porque todo lo que no es silencio, hija,
acaba por ser aullido”.

Maribel Andrés Llamero
De los Yugos, en Autobús de Fermoselle

“Mi padre era un perdapé, un ‘pierdepie’. Así se llamaba en la baja Lomellina a los pequeños arrendatarios que trabajaban su parcela muchísimas horas al día, incluso los domingos, con tanto esfuerzo que se dejaban los pies consumidos en la tierra”. Así comienza el libro que estoy leyendo: “El país de las ranas” escrito por Pina Rota Fo.

Cuenta en él su vida en la Chetamai, la granja en la que pasó su infancia en los años de la primera guerra mundial. Su padre, el señor Rota “…mostraba un orgullo por ser campesino que rayaba el fanatismo”. Ese orgullo que no puede sujetar cuando su hijo Marcello le dice que se va a trabajar a una fábrica a la ciudad y le grita al mundo lo que piensa: “¡¿Y ahora os meáis en nosotros, cabronazos?! ¿Quién aprendió a leer las lunas para la siembra? ¿Quién descubrió, porque pasaba hambre, que las ranas, los caracoles y los erizos podían comerse? ¿Los señores? ¿Los curas? No, a ellos les daban asco. Sólo les gustaba la carne, y tiraban las tripas y los riñones… hasta que nosotros les enseñamos a echarles un chorrito de vinagre y combinarlos con ajo.” (página 80).

Orgullo que estalla cuando el maestro de su hijo Nino va a su casa para decirle que éste “tiene un talento considerable para las matemáticas y también se le da muy bien la lengua. En mi opinión, si se quedara en el campo sus capacidades se desperdiciarían” (página 91). El maestro acababa de prender la mecha. “Mi padre se quitó el gorro y golpeó con fuerza la lámpara: aplastó por lo menos cuatro moscas. –Claro, claro, dijo en tono perverso, sería una pena desperdiciar sus capacidades; ser campesino siempre es una pena, un desperdicio, basura. Ya se sabe que la tierra es algo sucio. Te da de comer, pero el estiércol apesta. Por no hablar del sudor, de las moscas, de los gusanos. ¡No tiene ni punto de comparación con ser contable o maestro! El maestro cayó en la cuenta de que lo había ofendido y, para intentar remediarlo, farfulló: -No, disculpe, quizá no me haya expresado bien… A ver… No quería… Lo que digo… Mi padre cortó bruscamente al maestro, que se iba por las ramas. -Señor, no me toque las pelotas ¿eh? Le soltó en dialecto” (página 92). La madre, María, se lamenta, “-Dios mío que vergüenza, decirle esas cosas a un maestro…”

Después de la explosión llega la calma. El señor Rota trata de que el maestro entienda que la imagen que tiene de los campesinos es un tópico que le han metido en la cabeza y luego le enseña sus libros y apuntes y le pregunta “¿Sabe Usted que son las ‘angiospermas’, señor maestro? ¿Ha oído hablar de los injertos ‘compuestos’? Y del injerto de diéresis invertida con doble sarmiento ¿qué me dice?”

Al leer estas páginas recuerdo a otra pareja de campesinos, a Marcel y Nicole, en “Puerca tierra” de John Berger, cuando su hijo Edouard llega a la granja con un tractor “LIBERATOR avec encore plus de confort” dice la publicidad que trae el hijo. Y dice Marcel: “Lo prometen todo. Mira sus colores: amarillo, azul, rojo, verde brillante. ¡Te prometen el mundo entero! Fue hacia la puerta. ¡Falsas promesas! Gritó estas dos últimas palabras muy alto (…) Su tarea es acabar con todos nosotros.” (página 111).

Dos parejas en tiempos y espacios diferentes y la misma idea: no se parecen en nada las percepciones y opiniones de las mujeres campesinas a las de los campesinos. Eso también lo viví yo en mi casa en los años sesenta y setenta mientras se asentaba en las tierras de la ribera la moderna agricultura y me fui a estudiar, como Nino, a pesar de la resistencia de mi padre y vi llegar las modernas máquinas al secano y al regadío, como los hijos de Marcel (puede leer esto si le apetece en el libro “Donde viven los caracoles”).

Los que nacimos en la década de los cincuenta hemos tenido el privilegio (aunque algunos piensen más en un castigo, ¡allá ellos!) de conocer la transición a nuestra forma de vida actual, desde aquella de las familias campesinas que habitan los relatos John Berger y Pina Rota Fo. Pero creo necesario advertir que a pesar de los lugares e ideas comunes entre estas granjas, una en la llanura Italiana entre el Piamonte y la Lombardía y la otra en la montaña francesa de la Alta Saboya, no hay un modelo que permita explicar esta transición de manera simple.

En cada lugar es diferente. Los matices lo hacen complejo. No hay un pueblo igual a otro, no hay una parcela igual a otra, no hay una cepa igual a otra, ni un padre, ni una madre, ni un hijo igual a otro padre, a otra madre y a otro hijo, aunque, porque es muy cómodo, hablemos de mundo rural, de paisaje agrario, de viñedo, de campesinos que se resisten y de hijos que se van ¡Como si Marcel fuera igual que el señor Rota!

No lo es. Esto lo explica muy bien Marc Badal: “Un conocimiento personalizado. Que no admitía una sola forma de hacer las cosas. No existía una verdad válida para todos. El conocimiento campesino de una localidad no resultaba de la integración de sus conocimientos particulares, sino de la acumulación y el diálogo. Una constelación de verdades personales que confluían pero no se confundían. Que se reforzaban y enriquecían con el reconocimiento de la diferencia de sus matices” (“Vidas a la intemperie”, página 172).

Ahondaré en esta idea siguiendo con la lectura del libro de Pina Rota Fo. Ya sabe lo que piensa Marcel de las máquinas. ¿Y el señor Rota? Copio una de sus conversaciones con el veterinario: “Hombre, yo lo siento por Usted, señor doctor, porque tendrá que aprender a curar tractores, en vez de vacas y yeguas, si no quiere quedarse sin trabajo –decía mi padre, chinchándolo con tono afable- Por lo demás, si le soy sincero, yo también prefiero que lleguen las máquinas. Un tractor, si sabes sacarle partido, te hace lo que cinco caballos, y te ahorras tenerlos en el establo, prepararles la cama de paja, limpiarlos y quitarles la hierba seca y los rastrojos y darles heno y algarrobas. Un buen cubo de gasoil para desayunar, una lata de aceite y va que chuta” (página 108). Responde el veterinario con la pérdida de la relación entre el hombre y el animal y la satisfacción que le da el reconocimiento de su yegua después de varios días sin verse y el señor Rota zanja la discusión de esta manera: “-Ya, si yo le entiendo, los sentimientos de un animal te hacen notar mariposas en el estómago… ¡Cuando lo tienes lleno! –se choteaba el desvergonzado de mi padre-.”

Cuando termino de leer “El país de las ranas” pienso que no es posible escribir un relato así, autobiográfico, sin un conocimiento profundo del lugar en el que pasaste tu infancia, de tu familia, de tus vecinos, de las costumbres, de los ritos… y, sobre todo, no es posible escribir un libro como este si no conoces a tus padres.

“-Voy a darle una medicina que le devolverá la sed y el apetito.
-Eso sí, devuélvame la sed, que tengo ganas de pimplarme una botella de vino, emborracharme y dormir y dormir…
Todos nos echamos a reír.
El médico, dándole la mano, le prometió que volvería al día siguiente.
Papa negó con la cabeza y se río para sus adentros.”

Mi padre, agricultor resistente, murió a los 78 años (a la misma edad que el señor Rota. María murió a los 62 y mi madre vive y tiene 94 años), cuando yo tenía 47 años y todavía, en el campo, seguía discutiendo con él por cosas como esta: teníamos, y sigo teniendo, tres parcelas con olivos una en cascajo rabioso y las otras en tierra recia arcillosa. Cuando llegaba la recogida de la oliva ¿por cuál empezamos? Si el tiempo iba de seco mi padre empezaba por las de tierra recia y claro yo le llevaba la contraria. Cuando tuve que decidir yo, “me resarcí” y empezaba siempre por la del cascajo. Así hasta que un año justo terminamos de coger esta parcela y empezó a llover y no paró en una semana y claro vete tú a tender las mantas y a pisar en el barrizal de la recia arcilla. ¡Con lo bien que se pisa en el cascajo, llueva lo que llueva!

Aquel año además de coger tarde las olivas, empecé a darme cuenta de que no tenía ni idea de quién era mi padre. ¡Qué pena! Y me tuve que dar prisa, mucha prisa, para empezar a conocerlo. Me pregunto ¿A qué edad “conoció” Pina al señor Rota, su padre, y a María, su madre, en aquella vieja sociedad campesina de ayer, para mostrárnoslos de esa manera tan clara como lo hace? ¿A qué edad llegan a conocernos nuestros hijos (a los que los tenemos, pregunto) en nuestra moderna sociedad de la comunicación virtual de hoy? ¿Nos conocerán algún día algo más que la idea que les da nuestra imagen en el perfil del wasap?

Emilio Barco
En Alcanadre, a 22 de julio de 2019, esperando a que maduren los tomates y preguntándome ¿Cuándo llegará el tempero? ¡Hoy me ha dado por hacerme preguntas trascendentes! Transcendente, segunda acepción en el diccionario de la RAE: que está más allá de los límites de cualquier conocimiento posible. Pues eso.

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