La esperanza del clima es rural y violeta
Las mujeres también nos queremos aprovechar de la crisis climática y, es más, queremos ser aprovechadas en esta batalla. Por un lado, en un momento en el que el cambio de paradigma es evidentemente necesario si queremos seguir habitando este planeta, es nuestra oportunidad para demoler las estructuras patriarcales de esta sociedad y crear una nueva, más justa, más igualitaria.
Por otro lado, digo que queremos ser aprovechadas en esta lucha por diferentes razones. Sin nosotras, mitad de la población mundial, no es posible afrontar el reto climático. Por si esto no fuera suficiente, nuestro saber puede ser el arma definitiva. Y es que las luces que vislumbran un cambio apuntan a los saberes y haceres de las mujeres rurales. Aquellas que, rodeando la fuente de luz en la cocina, hacían coworking en torno a una actividad. Claro que entonces lo llamaban filandón. Para quienes la economía circular es lo más natural, no un invento de las últimas décadas. Ellas ya usaban los pantalones baggy, pero los llamaban ajorraos y punto.
Vivir en el cambio
Las mujeres rurales vivimos en primera línea de batalla. En esa vasta extensión de tierra que es el medio rural, desde el que alimentamos el mundo, donde protegemos los recursos hídricos, cuidamos de los bosques, depuramos el aire y, como dijo desde una montaña de Soria uno de los entrevistados del documental ‘Barbecho. En el corazón del despoblamiento’, producido por UPA y en el que colaboramos desde FADEMUR, “humanizamos la sociedad”.
Pero vivir en el mundo rural no solo es una gran responsabilidad, también es un gran peligro. Independientemente del país en el que vivas, si resides en un pueblo o aldea eres más vulnerable al cambio climático que si lo haces en una gran ciudad, donde se concentran los recursos económicos. Si además eres mujer, la cosa se complica. Y no hace falta pensar en compañeras de otras latitudes recorriendo cada vez mayores distancias para recoger agua para sus familias. No, las mujeres rurales de este país ya están sintiendo las consecuencias del cambio.
Cada vez tenemos más imprevistos para sacar nuestras cosechas adelante. Sufrimos más plagas y nuevas enfermedades. Las tareas del campo se adelantan y retrasan tan rápido que apenas tenemos tiempo a adaptarnos a las nuevas condiciones. Los episodios meteorológicos extremos son más frecuentes y en demasiadas ocasiones barren los cultivos y dañan infraestructuras de comarcas enteras. Durante largas temporadas nos vemos en apuros para dar de beber a nuestros animales. Los más frecuentes y virulentos incendios nos dejan sin pastos, cuando no es peor y suponen una amenaza directa a nuestros rebaños y cultivos, y hasta a nuestros propios hogares.
En definitiva, el mundo rural ya se está resintiendo, especialmente su sector económico vertebrador: el sector agrario. Todas las explotaciones conocen ya las consecuencias del cambio climático. Y las nuestras, por ser de media de menor tamaño que las de los hombres y tener más problemas para encontrar financiación, son las más perjudicadas.
Luchar contra el cambio
El vivir y trabajar en el contexto rural te fuerza a convertirte en guerrera contra el cambio climático. Quieras o no. No hay otra opción cuando la seguridad de tu comunidad, la rentabilidad de tu explotación o la perdurabilidad de tus posesiones dependen de tu adaptación a la inestabilidad climática y de tu esfuerzo por reducirla. Por eso, aunque no siempre se nos reconozca, las mujeres rurales somos uno de los grupos pioneros y más dinámicos en la lucha contra el cambio climático.
Hacemos de la necesidad virtud. Desplazadas del escueto mercado laboral de los pueblos, las mujeres rurales (quienes sufrimos una tasa de paro superior al 42%) nos inventamos nuestro propio trabajo. De esta forma, hemos invertido las tornas de las ciudades. En los pueblos, en contraposición a los centros urbanos, las mujeres emprendemos más (el 54% de los proyectos parten de nosotras).
Con mayores problemas para entrar en los canales de distribución mainstream, optamos por tejer nuestros propios canales cortos de distribución y de aprovisionamiento. Es decir, creamos una red en la que priorizamos a los consumidores y proveedores de nuestras comunidades reduciendo, así, la huella de carbono de nuestros productos y fortaleciendo nuestras comunidades.
Por todo ello digo que las mujeres rurales hacemos una playa. Y es que somos muy diversas y estamos dispersas, pero ya hemos demostrado que cuando tomamos conciencia de nosotras y alzamos la voz a una, somos más fuertes. De la misma manera que cada acción para combatir el cambio climático es un granito de arena, pero todas juntas forman un arenal cuya magnitud podemos comprobar estos días en el despliegue de medios y personas que supone la COP25. De su eficacia, sin embargo, no sabremos nada hasta que veamos en las conclusiones y medidas diseñadas estos días una clara apuesta por los territorios rurales y por sus mujeres.