Cerdos en una granja. Fotografía: Joaquín Terán.

Ramiro y las macrogranjas

RELATO | Por Eduardo Moyano Estrada
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“¿Has oído lo del ministro Garzón sobre la ganadería?”, le dice su amigo Julio, profesor de biología y socio de Greenpeace. Le muestra la tablet con las declaraciones del ministro al diario The Guardian, pero Ramiro no muestra interés alguno en leerlas.

“No me interesa. Será lo de siempre”, le contesta displicente sin levantar la cabeza del ordenador, tan concentrado cómo está en programar la alimentación del ganado de su granja. “Seguro que se referirá a que hay que comer menos carne, a que la ganadería intensiva contamina, al maltrato animal, y cosas de ésas que dicen los que hablan por hablar desde sus despachos sin entender nada de lo que pasa por aquí”, murmura Ramiro hablando solo, mientras sigue tecleando en su ordenador.

“Esta vez ha puesto el foco en las macrogranjas”, añade Julio. Al escuchar la palabra macrogranjas, Ramiro le presta más atención y se decide a leer las declaraciones del ministro Garzón. “Sabía que te iban a interesar”, le comenta su amigo, “ya que tú estuviste en las movilizaciones de hace un par de años contra la instalación de una granja de más de 5.000 animales en la comarca”, le recuerda. “Sí que estuve, y además contigo”, le responde Ramiro, “y gracias a esas protestas, el ayuntamiento negó la licencia municipal y no se llevó a cabo el proyecto de instalación”.

Ramiro se acuerda muy bien de aquella movilización en la que participaron no sólo los ganaderos de la comarca, sino también ecologistas, como su amigo Julio, y asociaciones vecinales rechazando el modelo de las macrogranjas por razones sobre todo ambientales. Muchos de los manifestantes se oponían a ese tipo de instalaciones por el riesgo de contaminación que podría provocar el enorme volumen de purines que generan, y también por la fetidez de los olores en el entorno.

Pero a Ramiro lo que de verdad le preocupaba entonces, y le sigue preocupando ahora, es el efecto dañino que pueden tener las macrogranjas sobre los pequeños ganaderos. Teme, como tantos otros, que la presencia de granjas de esas dimensiones los elimine del mercado al no poder competir con ellas a la hora de vender el producto. “Los menores costes de las macrogranjas harán caer con toda seguridad el precio de venta de nuestros productos y nos arruinarán”, gritaba Ramiro subido a su tractor en la manifestación.

Ese es el principal argumento de otros pequeños ganaderos como él para ir contra esas instalaciones. Por eso ve bien que el Ministerio de Agricultura haya puesto limitaciones al número máximo de cabezas de ganado por explotación. Incluso cree Ramiro que se les debe obligar a instalarse en zonas despobladas donde no compitan con la ganadería de tipo familiar. Aun así, admite que la indefensión de los pequeños ganaderos se debe también a su poca voluntad para organizarse. Ramiro conoce zonas en las que se han agrupado en cooperativas y les está yendo bien, pero no es el caso de su comarca, donde cada uno va por su cuenta.

Sabe que las otras razones para oponerse a la macrogranjas, como por ejemplo las relacionadas con la contaminación, que tanto les gusta esgrimir a los ecologistas, no tienen mucha consistencia. “Sabes Julio que estas explotaciones de gran tamaño, con varios miles de cabezas de ganado, tienen recursos más que suficientes para eliminar y depurar los residuos, reduciendo los posibles efectos contaminantes de su actividad”.

Piensa, además, que tampoco tiene mucho sentido utilizar el argumento del bienestar animal tan querido también por su amigo Julio y los ecologistas. “Estarás de acuerdo conmigo, Julio, que toda ganadería, sea grande, mediana o pequeña, implica maltrato hacia los animales, ya que el destino final del animal de granja es ser sacrificado en el matadero”, le comenta Ramiro. “Lo único que podemos hacer es aliviarles el sufrimiento en la granja”, añade. “Ya, ya, y por eso del maltrato animal hay cada vez más gente vegetariana”, apuntilla Julio.

Ambos son conscientes de que los pequeños ganaderos hacen enormes esfuerzos para cumplir en sus explotaciones con las cada vez más exigentes normas europeas de bienestar animal, mientras que las macrogranjas pueden hacerlo mejor en sus grandes instalaciones. Lo pudieron comprobar con asombro cuando visitaron una de las macrogranjas que hay en la comarca de al lado.

“Pero no me negarás, Ramiro, que el ministro Garzón ha puesto el dedo en la llaga de un problema que es real”, le dice Julio. “Sí, pero tampoco me negarás tú a mí que no ha estado acertado haciendo esas declaraciones en un diario extranjero”, le responde Ramiro, “ni que, al criticar a las macrogranjas, haya incluido en el mismo saco a toda la ganadería de intensivo”.

A Ramiro le irrita que el ministro haya calificado de forma despectiva como industrial a toda la ganadería intensiva y que con ello haya vertido dudas sobre la calidad de la carne producida en pequeñas granjas como la suya. Porque la granja de Ramiro, aunque de pequeño tamaño, es también intensiva, como la mayoría de las que producen carne en nuestro país.

“Garzón ignora que más del 80% de la carne que se produce en España”, comenta indignado Ramiro, “procede de granjas de ganadería intensiva de carácter familiar, sin apenas suelo, con producciones de buena calidad y a precios muy asequibles para el consumidor medio”. “Si no fuera por la ganadería intensiva”, añade, “sólo comerían carne los ricos”.

“Bueno, bueno, no exageres Ramiro. Sabes, además, lo importante que es la ganadería extensiva para la sostenibilidad ambiental de nuestros territorios rurales y así se contempla en el Plan Estratégico de la nueva PAC y en la estrategia de la granja a la mesa», le dice Julio. “Además, tampoco viene mal reducir el consumo de carne en la dieta”, añade, “tanto por razones de salud, como para luchar contra el cambio climático. Lo dicen los científicos”.

“No me vengas con esa cantinela, Julio, pues conoces tan bien como yo que sólo unas pocas regiones disponen de pastos suficientes y de buena climatología para permitirse el lujo de la ganadería extensiva”. “Se nota que Garzón es ministro de consumo y desconoce todo lo relacionado con la producción”, continúa Ramiro. “En la mayoría de las regiones españolas”, añade, “los animales de granja están estabulados o semi estabulados y se les ha de alimentar con piensos, como hago yo. No tenemos otra opción”.

Ramiro tiene una explotación intensiva de producción cárnica, concretamente de porcino. Es de mediano tamaño, de unos doscientos animales de cebo, que gestiona él directamente con la ayuda de su mujer y uno de sus hijos. Ha invertido bastante en modernizarla, tanto en lo que se refiere al tema de los purines, como al bienestar de los animales. La explotación la tiene integrada mediante contrato con una industria que le suministra los lechones y el pienso, así como los antibióticos, y le compra a Ramiro los cerdos ya cebados. Le va bien, y prefiere ese modelo de integración a quedarse a expensas del mercado libre, ya que le da seguridad y le garantiza un precio de venta.

Julio le dice medio en broma y para provocarle que es un esclavo de la industria. “Vaya hombre, y también lo son entonces los agricultores que dependen del precio que les impone Mercadona, Carrefour o LidL. ¿Acaso no eres tú esclavo de Vodafone o yo de Movistar?”, le replica Ramiro. “Esto de ir contra los modelos de integración vertical”, continúa, “es otra manía que habéis cogido los ecologistas, Julio, que veis por todas partes multinacionales dispuestas a chuparnos la sangre a los ganaderos. Para vosotros, integrarnos en la cadena industrial es como pactar con el diablo”.

“Sabes bien, Ramiro, los abusos de poder que se dan por parte de la industria. Recuerda el caso de Juan, que hasta le embargaron por no poder pagar la deuda que había contraído con la empresa de integración”, le dice Julio. “Sí, vale, me acuerdo bien”, le contesta Ramiro, “pero eso se acabará cuando se aplique la nueva Ley de la Cadena Alimentaria y convierta en obligatorios los contratos”.

Lo cierto es que, hasta ahora, Ramiro está salvando la renta de su familia gracias a los ingresos que le genera la granja intensiva de porcino. “Las parcelas que tengo con cultivos agrícolas apenas me dan beneficios”, le comenta a su amigo Julio. “Bien sabes que cada vez es menor la rentabilidad, debido a la caída de los precios y al aumento del coste de la energía y de los insumos, en especial los fertilizantes”, añade. Las ayudas de la PAC le ayudan a resistir, como a tantos otros agricultores, y por eso valora Ramiro que continúen esos pagos en los próximos años.

Llega un vecino, también ganadero, y le recuerda a Ramiro la gran manifestación del 23 de enero en defensa del medio rural. “¿Vas a ir?”, le pregunta Julio. “Aún no lo sé. Tengo muchas dudas”, le responde Ramiro. “Veo un tufillo raro en esta convocatoria, y me temo que habrá quien quiera sacar tajada política de todo esto”, añade moviendo la cabeza. “Pero bueno, Ramiro”, interviene Julio, “tú que estás todo el día refunfuñando, protestando por lo mal que os van las cosas y diciendo que no os comprenden, resulta que ahora te vas a echar para atrás. La verdad es que no te entiendo”.

Ramiro le muestra la propaganda de “Alma Rural”, la asociación que ha convocado la manifestación en defensa de los valores del mundo rural. “No sé por qué, pero no me fío de esta gente”, dice Ramiro, “como tampoco de esa Alianza Rural que se ha formado y que también quiere movilizarnos el próximo 20 de marzo”, añade.

“A mí eso de hablar del alma rural, de los valores del mundo rural así en general como si todos fuéramos iguales, no me convence en una agricultura tan diversa como la nuestra”, continúa. “Porque vamos a ver, Julio, ¿qué tengo yo en común con los grandes ganaderos de reses bravas o con los grandes olivareros de superintensivo o con los cazadores, yo que no cazo?”. No, no me gustan este tipo de convocatorias, no las veo claras”. Ramiro cierra el ordenador y se dirige con Julio a las cochiqueras donde le espera su hijo para darle una vuelta al ganado.

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