Las Ratas, de Miguel Delibes

Lecturas de verano (6): Las ratas

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Las ratas
Miguel Delibes, 1962, Edit. Destino

Todos los que han leído a Delibes coinciden en señalar que ha retratado como pocos el paisaje rural castellano en algunas novelas magistrales (El camino, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes, La hoja roja, Diario de un cazador…). No sólo los personajes, sino el propio paisaje es el verdadero protagonista de gran parte de su obra narrativa.

Pero de todas sus novelas, hay una, “Las ratas”, que siempre me ha resultado fascinante. Publicada en 1962, recibió el Premio de la Crítica, quizá el galardón más valorado por los propios escritores. Seducido por el ritmo de su narración y por su estilo sobrio, pero a la vez lírico, como sucede con las obras de Delibes, suelo releerla con frecuencia, y es por eso que la recomiendo en esta sección de “Lecturas de Verano”.

La fuerza de esta novela, breve en extensión, pero de una extraordinaria enjundia y profundidad, radica, como he señalado, en su estilo, en el ritmo que Delibes le imprime a la narración. Es un ritmo acompasado al ciclo natural del año agrícola en la vida de un pueblo rural castellano de mediados de los años 1950. De otoño a otoño, van pasando las estaciones meteorológicas y las faenas agrícolas y ganaderas al ritmo que le marca la propia naturaleza. La novedad narrativa de esta novela consiste en que Delibes las ordena a través del santoral.

Contraportada de Las Ratas, de Miguel Delibes
Contraportada de Las Ratas, de Miguel Delibes

No necesita el narrador citar los meses del año para que el lector sepa a qué estación se está refiriendo. Le basta con ir desgranando la festividad de cada santo o virgen y las tareas asociadas a ella, para comprender en qué momento del ciclo natural se encuentra. Muchas de esas tareas ya no existen o se realizan en menor grado que antes, por lo que la novela “Las ratas” tiene mucho de antropología cultural y de etnografía. Más allá del interés por la propia historia que se narra en ella, puede leerse como un regreso al pasado, como el testimonio de un mundo, en gran medida, ya perdido.

Así, por San Zacarías (23 de septiembre) se hacía la poda de las vides, empezaba la otoñada y se preparaba la sementera para la siembra, que tenía lugar después del día de Todos los Santos (1 de noviembre) (“siembra trigo y coge cardos”). Por San Andrés (30 de noviembre) se organizaba la matanza del cerdo. Por San Dámaso (11 de diciembre) y antes de San Higinio (11 de enero) la gente se acercaba al pajero común a recoger la paja que necesitaban en sus hogares para alimentar el ganado mezclándola con grano o bien para quemarla en las glorias o en las cocinas para calentarse durante el invierno.

Por San Alberico (26 de enero) y hasta San Andrés Corsino (4 de febrero) solía caer la cellisca, una aguanieve que causaba pavor en los lugareños por el daño que podía causar en los sembrados y el escaso beneficio que les proporcionaba. Por San Leocadia (9 de febrero) tenía que empezar a llover, o si no, se tendrían que resembrar los campos de cereal. Por San Baldomero (27 de febrero) regresaban las avefrías, y por San Basilio el Magno (22 de marzo) comenzaban los riesgos de heladas. Por San Juan Clímaco (30 de marzo), la gente empezaba a ponerse nerviosa si se retrasaban las primeras lluvias de primavera.

Los extremeños llegaban por San Segundo (2 de mayo) a talar el monte y desenraizar los matos de las encinas, quedándose seis meses en el pueblo. Por San Bernardino de Sena (20 de mayo), había que “separar la gallina del pollo capón”; por Nuestra Señora de la Luz (1 de junio) “brillaban las centellas en el prado” y había que alejar las ovejas porque “si las comen, crían galápago en el hígado y se inutilizan”; por San Quinciano (14 de junio) tenía que llover de nuevo, y si no “a morir por Dios”; por San Vito (15 de junio) se abría el cangrejo de río; por San Juan (25 de junio), “las cigüeñas a volar”; por San Miguel de los Santos (5 de julio), San Auspicio (8 de julio) y San Zenón (9 de julio) comenzaba la recogida del cereal…

Y así hasta que llegaba de nuevo San Zacarías en septiembre, cerrándose el ciclo natural para comenzar el siguiente como un eterno retorno. Este ciclo de las estaciones es también el transitar de la vida en el pueblo, un pueblo que Delibes no nombra, pero que describe de forma magistral, y que incluso acompaña con un croquis hecho por él mismo a mano.

Aunque la novela es muy coral, el eje de la narración gira en torno al Nini, un niño huérfano de madre (la Marcela), y de padre desconocido. De no más de doce años, el Nini es un rapazuelo, de hablar poco y de pocas palabras, pero que conoce como nadie el ciclo de la naturaleza. A él acuden todos a pedirle consejo: sobre el momento idóneo para la matanza del cerdo; sobre el riesgo de heladas y pedrisco; sobre la siembra y la recogida del cereal; sobre cómo llevar las colmenas…

Su precoz sabiduría sobre las cosas de la naturaleza (que no sobre las cosas inventadas), le viene de escuchar con atención al tío Rufo, el Centenario, que “sabía mucho de todo… y hablaba siempre por refranes” (en llegando San Andrés, el invierno es; por San Clemente, alza la tierra y tapa la simiente; si llueve por Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana). También le viene su saber de lo que le enseñaron sus abuelos Román (asilvestrado y cazador) y Abundio (podador) y su abuela Iluminada (experta en abrir en canal el marrano durante las matanzas, y que se vanagloriaba de que el animal no gruñía más de tres veces después de asestarle el golpe de gracia).

El Nini, “ese que todo lo sabe, y que parece Dios”, y que “viéndolo charlar con los hombres, recordaba al niño Jesús entre los doctores”, da consejos a todo el que le pregunta, y lo hace sin alardes, con sencillez, pero con una extraordinaria lucidez. Vive en una cueva, con su tío El Ratero, hombre siempre amenazado por el alcalde don Justo con echarlo de ella para quedar bien con el gobernador en su lucha por adecentar la vida en el pueblo. Siempre le responde “la cueva es mía”.

Su fuente de supervivencia son las ratas, que cazan en el río con la ayuda de la perra Fa, y que luego venden en la taberna del pueblo, no sin antes desayunarse una rata frita rociada de vinagre. La llegada de Luis, otro cazador de ratas del pueblo de al lado (Torrecillórigo), la vive el Ratero como una afrenta, como un intruso que quiere robarle lo que considera suyo (“las ratas son mías”), desencadenando entre ellos una pugna que acabará en tragedia.

Es un retablo de nombres inolvidables: la señora Clo, la estanquera; doña Resu, el undécimo mandamiento; el Antoliano, el carpintero que fabrica ataúdes; don Antero, el Poderoso; don Justito, el alcalde, y su esposa la Columba, siempre despotricando del pueblo y añorando la ciudad; el Balbino, el tabernero, llamado Malvino porque con dos copas de vino en el cuerpo se ponía imposible; el Acisclo, llamado Prudencio por lo juicioso y previsor; Matías Celemín, el Furtivo, violento y desalmado; el tío Rufo, el Centenario, y su hija la Sime (encargada de llevar en su carro a los difuntos hasta el cementerio); los dos Rabinos, el grande y el chico, ambos pastores; el viejo cura don Cósimo (curón por su envergadura) y el nuevo cura don Ciro (curita, por ser menudo y poquita cosa); el Guadalupe, el capataz de los extremeños; el Virgilín, el joven marido que se trajo doña Clo de la ciudad y que cantaba la copla como los ángeles… En fin, un fresco de personajes que le da a la novela una radiante humanidad.

“Las ratas” muestra la vida en su devenir diario, atravesada por los rituales agrícolas del año, pero también por los sucesos imprevisibles que llenan de angustia, tristeza o alegría el transitar de todos los lugareños. Es, en definitiva, el retablo de un pueblo castellano de mediados de los años cincuenta del pasado siglo XX. Os animo a leer esta novela. Es un viaje en el tiempo, un viaje deslumbrante por la Castilla rural de la mano de Miguel Delibes, un escritor universal.

Lecturas de Verano es una sección elaborada por Eduardo Moyano.

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