Cuando visito la ciudad, lo primero que me llama la atención es la cantidad de información que me asalta por doquier; docenas de mensajes, que sin lugar a dudas, limitan mis pasos. ¡Sí!, digo limita porque eso es lo que siento con tanto colorín y tanta indicación. Ya a la entrada de la capital, mis ojos se dirigen hacia unos llamativos carteles que me aconsejan donde puedo comprar las mejores naranjas, el mejor sofá y hasta la mejor pistola para pintar. Un poquito más adelante me topo con varias señales escritas en el asfalto, las cuales me dictan en qué carril he de colocarme dependiendo de si soy taxista, ciclista, autobusero o simplemente, como es el caso, un agricultor perdido en la urbe. También capto cámaras que vigilan mi acceso a distintos barrios del centro, ya sea porque no dispongo del último modelo de coche “eléctrico” o por otra razón ambiental que no llego a desentrañar. Harto de dar vueltas y no alcanzar el objetivo, intento buscar un aparcamiento, ¡mal asunto amigo!; una línea amarilla me avisa de en donde no debo parar, y un brochazo azul me solicita la propina. Rascándome el bolso y siguiendo las instrucciones del parquímetro, consigo salir del embrollo. ¡Por fin libre!; abandono el automóvil y me trasformo en peatón. Un cartel clavado en el césped del parque de enfrente me recuerda que la libertad no está al alcance de mi mano: ZONA HABILITADA PARA PERROS. Lo curioso es que yo en ese momento me estoy haciendo pis y no encuentro un lugar para aliviarme, ¿no existe un rincón habilitado para los de dos patas?
Trato de acceder a las Oficinas del Servicio Territorial de Medio Ambiente, pero el guardia de seguridad me requiere una cita anticipada y me recita el protocolo a seguir. ¡No puedo más! la ciudad y sus normas son insufribles, no obstante, he de RESPETARLAS y acatarlas. De camino a donde he dejado estacionado el coche, voy fijándome en el barullo de signos que me rodea y que apenas entiendo; carriles interconectados con dibujos que no sé identificar, señales en el asfalto, rayas enlazadas unas sobre otras como si fuera un cuadro de Miró… Demasiada información. En el pueblo no es necesario tanto aviso ni tanto requisito.
Decía mi padre, persona con mucho sentido del humor, que la mejor parte de viajar hasta la ciudad es el regreso al pueblo; y con la edad empiezo a vislumbrar indicios de que sus palabras son muy acertadas.
No me extraña que algunos urbanitas anden un poco perdidos al llegar a nuestras aldeas. Se me ocurre que quizás esa gente no sepa valorar la escasa indicación visual de la que disponemos, y achaquen esa falta de reglas escritas a nuestro corto intelecto. No intuyen que los rurales seguimos otras directrices y un código distinto al suyo. No necesitamos colorines ni dibujitos para comprender ciertos aspectos de la convivencia. Me explico.
Existe un tipo de urbanitas, que cuando van de paseo por la campiña y se encuentran con un perro o un gatito suelto, piensan que el animal se ha extraviado o que lo han abandonado. Esta gente no es capaz de discernir que los animales de ámbito rural están adaptados a su entorno, y pueden salir y entrar al patio de casa según sus necesidades fisiológicas. El hecho de que no lleven correa o parezcan despeinados no significa que estén mal cuidados. Todos los animales de pueblo saben hacia dónde dirigirse y cuál es su labor. Y es que los perros y los gatos no son sólo mascotas; poseen cierta autonomía y tienen quehaceres e, incluso, aficiones.
Otro aspecto que me llama la atención, es el proceder de algunos veraneantes en lo que se refiere al estacionamiento de sus vehículos. Esta gente no entiende que en los pueblos pequeños no existen bordillos amarillos, ni se colocan señales visuales para indicar donde no es correcto aparcar. Poniendo intención, es sencillo enterarse de las calles y las puertas traseras donde no conviene dejar el bólido. En época estival la maquinaria agrícola suele estar muy activa y no es satisfactorio interrumpir las tareas propias del pueblo. Solo se necesita voluntad.
Ni tampoco es preciso vallar las parcelas para comprender que el campo tiene dueño, aunque no porte un collar, como es el caso de los perros, ni se distingan demarcaciones. Hay que entender, que no se puede atravesar con la bicicleta por donde a uno le salga del moño. En los pueblos existen cotos de caza, fincas ganaderas o terrenos micológicos, los cuales aportan múltiples beneficios a sus habitantes. Es interesante informarse de las sendas que se pueden transitar antes de salir en busca de aventuras con tu mountain bike. Repito: EL CAMPO TIENE DUEÑO.
Y donde un urbanita disfruta con la estampa que le ofrece un Bambi pastando, los rurales vemos atajos de corzos destrozando el cereal o piaras de jabalís arrasando los girasoles. Y es lógico que, en ese aspecto, nuestras “trasnochadas” ideas acerca de la fauna salvaje difieran de los actuales pensamientos ecologistas, y no por eso los lugareños somos unos bárbaros; hay que tener en cuenta que el sustento de un agricultor, en una gran medida, depende de ese producto que los animales devoran con tanta codicia. ¡Qué le vamos a hacer! los de pueblo tenemos muy arraigado el sentido de la propiedad y nos fastidia perder tiempo y dinero, ¡qué tontería! Y por favor, no recurráis a esa explicación, ya gastada de tanto uso, que alguno repiten cual loro enjaulado: Es que los humanos hemos expulsado a los animales de su hábitat… ¡frena urbanita! Mi pueblo lleva mil quinientos años siendo pueblo, y no nos faltan animales ni naturaleza salvaje; es más, yo diría que el número de especies se amplía cada año. Este aumento en número, quizás se deba a que somos los mismos vecinos los que les proporcionamos alimento y cobijo. Resulta insultante ver cómo el sector más “agitador” de las ciudades se calla ante el imparable avance en extensión de la urbe, y, sin embargo, pone el grito en el cielo con cada leve movimiento de tierras que se realiza en una aldea olvidada. Al parecer, los pueblos solo cobijan crueldad y a gente descatalogada. ¿Es que nadie ve que los animales llevan miles de años coexistiendo con la población rural? Por algo será.
Otro asunto que no está señalizado en los pueblos y que también produce ampollas, es el tema de los olores y los ruidos. No comprendo cómo a esos exquisitos veraneantes que residen en la ciudad, el paraíso de las estridencias y del humo, les molesta tanto la llamada matutina del frutero, el sonido de la campana de la torre de la iglesia o el mugido de las vacas; ¡qué tímpano más fino!
De perder cinco minutos en barrer la portada o recoger el vaso extraviado de una noche de fiesta, no diré nada… mejor hacemos una foto y la ponemos en una red social. Es el nuevo método made in la capi.
Creo que nuestro gran fallo como rurales radica en no saber explicar ¡precisamente eso! nuestra condición rural. Quizás la sociedad urbana esté tan acostumbrada a las prohibiciones visuales, que muchos de sus integrantes nos sean capaces de entender nuestros códigos ancestrales. No sé vosotros, pero yo tengo la impresión de que en la ciudad nos ven tan faltos de ideas, que quieren imponernos su estilo de vida y sus normas.
Aunque pensándolo bien, es posible que la solución se encuentre ahí, en las REGLAS. ¿Quieren señales? ¿Quieren colores? ¿Quieres prohibiciones? Habrá que dárselas y, además, ser generosos con las raciones. Os animo a redactar prospectos al estilo botica, que expliquen la manera de proceder en un pueblo. Habrá que destacar con llamativos colores todas las advertencias y precauciones, las interacciones, los efectos secundarios y las consecuencias de no adaptarse a nuestra forma de vida tradicional… en fin, avisarles de lo que se van a encontrar en nuestro pequeño mundo y cómo deben actuar. Y con esto no estoy diciendo que vivir en el pueblo sea lo mejor, solo digo que los rurales tenemos que hacernos valer y exigir RESPETO. Conservamos unas costumbres, bonitas o feas, y es necesario que algunos se las aprendan. Porque bastante tenemos ya con nuestro complicado día a día, como para tener que soportar más normas absurdas importadas de la city, sean del color que fueren. Muchas gracias.