Miradas
“Una comunidad imaginada es una comunidad de gente
Yuval Noah Harari
que en realidad no se conocen mutuamente,
pero que imaginan que sí”
Sapiens. De animales a dioses, página 398
Estos días de calor salgo pronto a dar un paseo por el campo. Un día voy por el olivar y otro por los plantados. A la huerta bajo después del paseo y del café en el bar de la Puri. Ahora hay “pocos quehaceres”. Todos los días veo huellas de jabalí y de corzo y me gusta que me salga al paso algún conejo. Supongo que a mi primo Roberto, que vive de la viña, no. Probablemente cuando lo ve ya piensa donde pondrá el cepo.
En la última primavera, paradójicamente, los campos han estado llenos de vida. Lo que se echó en falta en las ciudades. Pudo ser porque llovió mucho. Quizás también porque nosotros permanecimos en casa. Con el verano la hierba se ha agostado, los nidos están vacíos y no se ven perdices, aunque todavía resaltan flores de colores variopintos en los ribazos y en los yecos. A mí me encantan. A Pedro que está echando glifosato parece ser que no.
Aquellas lluvias de primavera que llenaron el campo de vida también destrozaron caminos. Esto nos complicó el paseo, sobre todo a los que somos torpes, y cada vez que esquivamos la barranquera, que formó el agua que no retuvo el ribazo de la parcela, porque al labrarla se rompió precisamente para darle salida cuando lloviera, nos acordamos del tipo que labró el ribazo. Seguro que “el palomas”, que gusta cabalgar en un cuatro por cuatro, se lo agradece, porque puede saltar en el camino destrozado.
Las miradas sobre el territorio que habitamos son diversas. Las hay productivas, ociosas, artísticas, especulativas… incluso apesadumbradas (tengo un amigo que le muestre lo que le muestre en el campo, él siempre ve un incendio en ciernes).
Hasta hace unas pocas décadas pensé que una de las diferencias campo-ciudad se encontraba en las miradas. En el campo casi todas las miradas eran productivas, ni ociosas, ni especulativas… Si acaso la diversidad la aportaban los matices. Un agricultor podía mirar una parcela y pensar en cuántas toneladas de cebada saldrían de ella y otro al mirar la misma parcela ver las cántaras de vino que daría. Solo matices. Pocos o nadie en el pueblo tenía una mirada ociosa. Era así porque en buena parte la vida en el pueblo dependía de lo que el entorno proporcionaba.
Ahora no es así. En mi pueblo la vida depende más de lo de fuera que de lo propio. Supongo que en el suyo también. Por ello las miradas se diversifican y cuando un artista mira aquella parcela de la ladera, de la que saldrán tantas cántaras de vino, busca la luz y el ángulo para la fotografía, o el lugar en el que asentar el caballete sobre el que pondrá el lienzo, otra persona puede interesarse por la propiedad y las opciones de compra para hacerse una casa, otra verá la ladera llena de apartamentos y un restaurante en la parte baja… cada persona una mirada diferente. La de sus gustos, preferencias, prejuicios, intereses… La de su cultura, en definitiva.
La modernización agraria, la llegada de nuevos habitantes a los pueblos y la evolución social y económica, hace que aquí, igual que en las ciudades, convivan (mal o bien) diferentes culturas, intereses, prejuicios, preferencias, gustos… miradas.
En un pueblo no se puede fingir, eres lo que haces y, además, llevas encima la carga de tu herencia. Por esto a mi amigo Luis Vicente Elías, que es un sabio que ha vivido en muchos lugares y ahora es hortelano en Briones (La Rioja) a donde llegó hace pocos años, su amigo Justi, que es de allí de toda la vida, le dice muy en serio: “mecaguesos, tú ni eres de Briones, ni serás nunca de Briones”. Esta característica de los pueblos, que ahora muchos parecen ignorar, junto al dominio o exclusividad de la mirada productiva que reducía el juego de intereses a un ámbito conocido (el de los matices) constituía la argamasa con la que construir lo que Yuval Noha llama “comunidades íntimas”, aquellas que “satisfacían las necesidades emocionales de sus miembros y eran esenciales para la supervivencia y el bienestar de todos. En los dos últimos siglos las comunidades íntimas se han desvanecido, dejando que las comunidades imaginadas ocupen el vacío emocional” (Sapiens, página 398).
A mí me interesa mucho más este vacío que el de esa España que ahora están empeñados algunos en llenar de gente. ¡Hay qué ver la tabarra que dan con este tema! Amplificado ahora, porque muchos descubrieron esta primavera, que no vieron, que se puede vivir mejor sin wifi que sin balcón.
Ahora, en verano, el pueblo se ha llenado de gente. No es la primera vez que lo digo: cuando menos me gusta vivir en mi pueblo es en verano. Porque me cansan mucho los que llegan, nos recitan las soluciones, y se van. Ellos me recuerdan a la comunidad imaginada de la cita que encabeza este texto. Imaginan un pueblo que no existe. Lo construyen en su imaginario juntando recuerdos de su infancia y de su adolescencia cuando las vivieron en él; festejando el día de la patrona y de la romería; participando en la comida popular o en el tiro de azadón y este año, que no abrieron las piscinas, mirando lánguidamente el agua sucia del río Ebro que corta en dos La Ribera.
Las comunidades imaginadas necesitan de estos “materiales” para su construcción porque no disponen de aquellos con los que se levantan las comunidades íntimas. A mí no me preocupa que haya menos gente viviendo en Alcanadre en invierno que en verano, ni tampoco que cada año seamos menos. Me preocupa que hayamos dejado de ser una comunidad íntima porque las necesidades emocionales mías y las de “el palomas” (es solo un ejemplo entre 642) son tan diferentes, que no hay comunidad capaz de cubrirlas simultáneamente sin saltar por los aires; porque la supervivencia de todos hace ya tiempo que se cambió por mí supervivencia y porque el concepto de bienestar colectivo en un pueblo es algo más difícil de encontrar que caracoles cuando se echa herbicida.
Ahora son tantas y tan diferentes las miradas que conviven en un pueblo que es difícil encontrar los materiales con los que hacer la argamasa para levantar las viejas comunidades íntimas que lo hacían funcionar emocional y físicamente.
Los que vivimos en los pueblos podemos trabajar para encontrar estos materiales, en la cultura, en la solidaridad, en otras formas de producción y de consumo… con los que construirlas, porque siguen siendo esenciales para la supervivencia del pueblo y el bienestar de todos, o convertirnos en veraneantes y vivir en una comunidad imaginada.
Si Usted opta por la imaginada, le sugiero que deje de darnos la matraca con lo de la España adjetivada y lo del rural, que esta de moda, en la jerga al uso en los discursos que hablan de llenar los pueblos y preocúpese de que en las ciudades los pisos se construyan con balcones. Por ejemplo. Si le parece poco ambicioso este objetivo puedo sugerirle algunos más.
Adiós, que voy a plantar unos cardos para regalar a mis amigos en navidad, como tengo por costumbre en nuestra pequeña comunidad.
Emilio Barco
En Alcanadre, entre San Fermín y Santiago, cuando plantamos los cardos en La Ribera.