Unas vacas en una granja de Zamora.

¡Macrogranjas en acción!

COLUMNA | Por J. Máximo Arranz
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¡No! ¡No me gustan las macrogranjas!, ni siquiera me agrada su nombre; creo que es un apelativo acuñado por el “postureo” animalista con la intención de crear alarma y dar visibilidad a sus protestas. Hay que dejar claro que en los pueblos nunca hemos necesitado usar el prefijo “MACRO” para indicar un tamaño; las cosas son grandes, son pequeñas o, simplemente, son entre medias.

¡No! ¡No me agradan las macrogranjas! al igual que no me convencen los desproporcionados centros comerciales de las ciudades, ni las súper gasolineras en donde para repostar se tiene que servir uno mismo, ni tampoco las modernas oficinas bancarias desprovistas de trabajadores.

He de señalar que mi poca afinidad con las macrogranjas, no se basa en los motivos que esgrimen algunos tertulianos de televisión; mi falta de apego nace del sentido común. Y es que prefiero tener en mi pueblo a cinco familias generando vida, que a una sociedad anónima sin otro fin que el lucrativo. Siempre será preferible que treinta agricultores se repartan tres mil hectáreas, a que un terrateniente afincado en la urbe sea el dueño de esa vasta extensión; no sé si me explico. Digamos que soy desconfiado y me arrimo a quien muestra la cara, y tiendo a alejarme del que la esconde. Mi razón es muy simple.

El hecho de que este tipo de ganadería intensiva genere residuos, no es algo que me revuelva el estómago; imagino que sus basuras serán equivalentes al tamaño de su rendimiento. A mayor número de animales a cebar, mayor movimiento de purines; todo es cuestión de proporciones. Sinceramente, lo que me provoca picores en las tripas no es la macro-granja en sí misma, es el sistema de producción que nos han impuesto a los de campo. Me duele la hipocresía de nuestras clases dirigentes. Hoy en día para que una explotación agropecuaria sea rentable, además de pasar por el aro de los diferentes intereses políticos, hay que producir más leche, más trigo, más girasol, más maíz, más pollos, más cerdos… al precio que marque la lonja de Chicago. ¡Nos están aleccionando para ser MACRO! Eso sí… a la par que nos globalizan, nos tienen atados de pies y manos con una trenza de leyes y normas medioambientales, en su mayoría, ridículas.

¿Queremos comida a precio de saldo? pues esto es lo que hay. El producto que tanto añoramos debe cumplir el estándar de “bueno bonito y barato”; y conseguir eso es complicado. Creo que ese ser diabólico al que vemos asomar los colmillos, es la criatura que llevamos amamantando cuarenta años.

Lo lamentable es que con esta filosofía de abaratar costes y producir más ¡nos hemos cargado la ganadería tradicional de los pueblos! Ese pastoreo extensivo que ahora se empieza a añorar, es el mismo que ayer ustedes criticaban; ¡ese que ocupaba el territorio del lobo!, ¡ese que arrasaba el monte!

Los ganaderos han sufrido en sus carnes los vaivenes de la siempre caótica política, e incluso han padecido el insulto de una sociedad aburguesada. Ser pastor o agricultor no es sinónimo de sumisión y de incultura. Hemos acuchillado a nuestros granjeros con la afilada burocracia, con un exceso de medidas ambientales y con unos precios a la baja de sus productos. ¿Ahora qué? ¿Nos quejamos por esas macro-empresas que quieren ocupar el espacio vacío de los difuntos?

Y digo yo… ¿no hubiese sido más ético y sencillo valorar la ganadería tradicional que teníamos? Los pastores han cerrado las puertas de sus corrales, a medida que se han ido jubilando; nadie coge el relevo porque nadie quiere una profesión tan descatalogada en esta sociedad de sibaritas y sabelotodos. Un granjero, en la actualidad, tiene que cumplir unos requisitos legales y sanitarios casi inasumibles. Para ser ganadero se necesita el respaldo de una buena cuenta bancaria. ¿Qué joven se va a instalar en extensivo?

Es curioso cómo, el mismo poder que ha empujado hacia el abismo a los rurales, sale ahora a la palestra rasgándose la camisa y vociferando, unos en contra y otros a favor, de este tipo de granjas. Todo depende de la ideología de quien sujete las riendas en ese momento, para dirigir las críticas hacia una dirección en concreto. ¿Pero cuándo se han preocupado por nuestros intereses ganaderos o agrícolas? La España rural se está muriendo por desidia de los unos y de los otros. ¿Pero es que alguien pensaba que las limosnas venidas de Bruselas serían la clave para fijar población? ¿Acaso se han molestado en escuchar a esos antiguos ganaderos y resolver sus problemas? Todos se hacen la fotografía, sueltan su discurso pero nadie dobla el lomo.

Desde un punto de vista cosmopolita, una nueva empresa siempre es un futuro generador de riqueza. Lo cual me lleva a NO COMPRENDER por qué esta agro-industria levanta tantas ampollas en algunos ambientes urbanos. Cerrar comercios a favor de los grandes almacenes es el pan de cada día en la ciudad. ¿No es más contaminante un hipermercado de las afueras de la urbe, que cien tiendas de barrio? ¿No genera más residuos y CO2? ¿Alguien levantó la voz por esa injusticia social y ese crimen ecológico? Al contrario, los ayuntamientos de la ciudad pierden el culo por facilitar que grandes cadenas internacionales se instalen en su municipio. Siempre se habla de los beneficios que traen estas distinguidas empresas pero nunca se  discute de su porquería. Supongo que los polígonos industriales están ubicados en el extrarradio precisamente por eso. Al parecer, las polémicas medio ambientales solo se dan en los pueblos; ¡qué ironía! El mal olor, el CO2 y las aguas fecales no son parte de las tertulias urbanas. En fin, poco me agradan las macro-granjas pero menos aún las voces y los silencios hipócritas que generan estos nuevos negocios.

¡No! ¡No me gustan las macro-granjas! Pero lo que no soporto es que mi pueblo esté agonizando y nadie se haya dado cuenta de su existencia, hasta que ha aparecido una puñetera empresa con la intención de instalarse allí.

Muchas gracias por escucharme.

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