El bosque, un libro abierto para leer en silencio
Las lluvias otoñales han llegado tarde por las sierras del noreste de Guadalajara y esta temporada ha sido bastante pobre en setas de cardo, níscalos, boletus edulis y algunas otras menos comunes por la zona, pero también deliciosas.
No obstante, el fin de semana anterior al de Los Santos, me dicen que en el monte de Canales, un pueblecito cercano a Molina de Aragón están cogiendo níscalos. Así que con estas, me acerco a ver si puedo encontrar al menos un kilo para probarlos. No quiero más porque el níscalo me gusta comerlo recién cogido y, sobre todo, buscarlo y disfrutar de ese color naranja fresco cuando cortas el tronco -por esta zona predomina la variedad lactarius deliciosus– tan sano y natural que te manchas las manos de color naranja.
Pues bien, cuando había recolectado 5 ó 6 níscalos bien hermosos a los cinco minutos de bajarme del coche y cuando empezaba a disfrutar del bosque, una invasión de coches y gentes aparcaron donde yo lo había hecho. Por el vocerío que montaron, por lo menos eran 30 personas entre niños y mayores. Y de entrada, solo con los portazos que daban cuando cerraban la puerta de los coches presentí que se trataba de una jauría humana que se iba a comportar lo mismo en el monte que en una fiesta de disfraces. Con la particularidad de que el que se suele erigir guía mayor de la marabunta no paraba de dar voces a los niños para que no se distanciaran. Y lo que me temía: llegaron justo al lugar donde me encontraba. Ni un saludo, ni un buenos días, ni un nada.
Bueno, algo si: cuando algún miembro de aquella cuadrilla vocinglera encontraba un níscalo se enteraba media mundo del “trofeo”. De manera que me fui de allí a otro cerro de bosque más abierto, donde abundan pinos más jóvenes. Con tal de alejarme, cualquier cosa.
Disfrutar e interpretar la naturaleza
He comentado lo de los portazos porque es el primer indicador de que la persona que llega al monte lo desconoce y tiene poco respeto por sus habitantes. Desde que tengo automóvil y me introduzco por una pista a cualquier bosque, circulo mucho más despacio y a la hora de cerrarlo, acerco la puerta abierta hasta la cerradura, me pongo de espaldas y la empujo con suavidad con los glúteos para que haga el menor ruido posible.
Lo bueno de no hacer excesivo ruido es que obtienes pronto tu recompensa al ver animales de todo tipo. Y es que cualquier actividad ya sea lúdica como la de coger setas, pasear simplemente, o bien la de los trabajos en el monte son oportunidades extraordinarias para disfrutarlo.
En los cinco o diez minutos que estuve solo en el barranco de Canales observé que esa misma noche había andado por allí un jabalí porque había hozado en los sitios más frescos en busca de lombrices , gusanos y otros bichos para completar la dieta alimentaria. Este año hay mucha bellota, este bicho se hincha de comerla y tienen que compensar el exceso de carbohidratos con alguna proteína. Los jabalíes son así de listos y si encuentran un corzo u otro animal recién muerto, se lo zampan y a otra cosa. También había pasado una corza con su cría por un sembrado que separa el monte cerrado de la pista. Sus huellas al estar el terreno blando las delataban.
Metido ya en el bosque, estaba claro que esa misma mañana un azor había devorado a una paloma bravía. La había desplumado en el suelo y no había dejado ni rastro. En estos parajes existen pedruscos en oquedades óptimas para que anide esta paloma más pequeña que la torcaz. Y lo curioso es que un poco más arriba encontré un cráneo ya viejo del hermano menor del azor, el gavilán. Al menos eso me pareció, porque la cabeza era pequeña para ser un azor, el más letal de los cazadores alados diurnos del bosque.
Descifrar que la paloma había sido devorada esa misma mañana era fácil: en el monte sombrío el aguarrón te empapaba los pies y, en cambio, las plumas de la paloma estaban secas.
Pájaros comunes pero poco conocidos
Después de andar media hora hasta llegar al cerro del otro barranco por un terreno de pedruscos y plagado de todo tipo de árboles y alguna zarza me encuentro con una buena sorpresa: buscadores de níscalos avispados ya habían subido -supongo que por otro sitio más fácil que el mío- y no habían dejado ni uno. Me alegro por ellos, pero me sentó a cuerno quemao y no les perdono que las consideradas como setas no comestibles estaban levantadas a base de patadas. Algo les tengo que reprochar, ¿no?
Como los pocos níscalos que había encontrado eran casi suficientes para probarlos dejé de buscar y me senté en unas piedras rodeadas de pinos. Se seguían oyendo las voces lejanas de los “invasores” del bosque y demasiados todoterrenos por las pistas. Aun así, el solecillo era reconfortante y de paso me secaba los bajos de los pantalones de pana.
Sentado en el pequeño mirador tuve la inmensa suerte de tener muy cerca tres pájaros comunes por estos bosques, pero que no son fáciles de observar para el aprendiz de campo. Primero me sorprendió el trepador azul, un pájaro que casi siempre que los ves camina por el tronco de los pinos con la cabeza hacia abajo. Sus dedos de las patas y su cola se han adaptado para moverse de esta forma en busca de insectos con total soltura. Me hace gracia que al pronto de observarlo siempre le da media vuelta al pino y se coloca por el otro lado para no verte.
Un poco después se paró en una rama un torcecuello que se espantó. No me extrañó pues además de verse sorprendido es más arisco que el trepador. Su vuelo también es más potente. Y cuando me estaba levantando me distrajo una agateador común, muy divertido por sus movimientos, pero difícil de ver si se queda quieto porque su color marrón mimetiza perfectamente con la corteza de muchos árboles del bosque.
Ardillas y piquituertos
De camino hacía el coche por una ladera bastante más cómoda que la de la subida no dejo de pisar piñas comidas por piquituertos comunes, unos pájaros fornidos de tamaño más grande que un gorrión y más pequeño que el estornino y que tienen el pico cruzado, en forma de tijera, capaz de extraer los piñones de las piñas con su potente y adaptado pico. Los machos de esta especie son de un color rojo precioso y las hembras de tonos verdes.
De pequeño teníamos un macho en casa y daba gusto cómo se comía los piñones, pero no hacía asco a las pipas de girasol crudas. No obstante, su color no era tan vivo como los que se crían en libertad.
Distinguir en el pinar que una piña se la ha comido un piquituerto y otra una ardilla común es fácil. Esta última deja el fruto pelado y solo queda el tronco. En cambio, el piquituerto solo ahueca las cáscaras de la piña para sacar los piñones. A la vista, los restos que dejan los roedores son más pequeños que los de los pájaros.
Esta vez no tropecé con ninguna piña devorada por la ágil ardilla. Y eso que el terreno era propicio… para caminar en silencio o hablando en tono bajo.
Foto destacada: Bosque en el Valle de Iruelas (Ávila)