El alimoche vuelve a casa
La manera más rápida y el recorrido más bonito para llegar desde Peñalén a la preciosa casa forestal, situada al lado del camino, era tomando la senda que partía desde La Albariza hasta el Cuchillo.
Así que mi hermano pequeño y yo salíamos disparados de casa, ansiosos por pasar por debajo del Peñón de las Huertas. Una zona orientada al sur, protegida por una enorme ceja de piedra caliza, y poblada por un tupido matorral, regada por un arroyo en cuyos márgenes predominaban avellanos, zarzamoras, saucos, boj, robles… y pequeños huertos construidos por el hombre en forma de terraza.
De manera que en verano cuando algún vecino se ponía a regar las cuatro patatas, judías o tomates avisaba por si acaso algún otro peñaleno estaba haciendo lo mismo más abajo y lo dejaba a dos velas.
Destacaba en aquel oasis una enorme morera con moras negras de las que salían los mirlos con sus estridentes cacareos en su huida. Y lo que ya rebosaba los sentidos asfixiando el ambiente era el profundo olor a boj después de caer una pequeña tormenta.
Aquellos dos chavales de diez y doce años caminaban por aquellos caminos pedregosos como si sus pies flotaran, como volando, igual que aquel alimoche al que tenían localizado porque anidaba en el mismo sitio todos los años. Unos cientos de metros antes de llegar a la altura donde tenía el nido la rapaz, casi siempre se entretenían con las ardillas rojas en una cuesta de pino silvestre y negral que cortaba la senda.
Lo que más les gustaba a aquellos pajareros, en especial al pequeño, era colocarse debajo del nido del imponente peñón y dar palmadas para ver si salía el ave espantada planeando majestuosamente. Y cuando siempre abandonaba el nido era a horas de plena canícula como las tres de la tarde. Por la mañana pronto o por la tarde veíamos a la pareja volar en busca de alimento para la cría.
De vuelta a casa
Aquellas andanzas y observaciones de la pareja de alimoches se remontan a mediados de los años sesenta del pasado siglo hasta los 70. Quince años más tarde volvimos por el lugar y las rapaces habían cambiado de lugar, pues no las vimos por la zona.
Los peñalenos habían emigrado a las grandes ciudades y por aquellos terrenos ya no pastaba prácticamente ningún ganado cabrío ni lanar. Las chozas habían quedado abandonadas y solo eran cuatro cencerros de las vacas los que se escuchaban. Imagino que al no haber ningún cadáver de mulos, ovejas y cabras los alimoches determinaron cambiar de zona.
Lo bueno, increíble y si me apuran asombroso es que de nuevo, alrededor de 40 años después, han vuelto a anidar en el mismo peñón y lo que es más curioso, en el mismo hueco de la roca que antaño. Por lo que de inmediato surgen varias preguntas: ¿el macho o la hembra de la actual pareja era pariente de aquella?, ¿el precioso colorido naranja pálido de diferentes tonos veteado de grises de esta ceja de piedra caliza es el más atractivo para esta especie?, ¿han vuelto porque ahora existen muladares y obtienen alimento más fácil?
Quizás la respuesta pueda estar en la primera y tercera cuestión, sin desdeñar la segunda. Recientemente científicos del CSIC han recapturado un alimoche en el Pirineo que había sido anillado en 1993 en las Bardenas Reales hace 30 años. Pues bien, la citada rapaz sigue recorriendo cada año los 4.000 kilómetros que le separan de su zona de cría del Sahel africano, que es donde pasa los inviernos, y otros tantos de vuelta a la Península donde vive la primavera, verano y parte del otoño.
Conociendo que un alimoche puede superar los 30 años de edad, no sería nada extraño que un descendiente, un hijo, de aquella pareja con la que tanto disfrutamos de pequeños, conociera la zona y haya vuelto a donde nació. Por otra parte, parece claro que los muladares controlados por humanos han contribuido a facilitar su estancia en la península.
El peñón calizo
Tratándose de aves, parece una historia mágica. Es como si aquellos viejos alimoches hubieran cerrado con llave su nido, su casa y ya de mayores se la hubieran dejado a su descendiente. Porque durante su ausencia el hueco de la piedra no ha sido colonizado por ninguna otra rapaz en una zona donde existen águilas reales y búhos reales, entre otras rapaces. Para el buitre leonado, muy abundante en estos parajes del Alto Tajo, quizás se quede pequeño el hueco.
El alimoche, el buitre más pequeño de los cuatro que anidan en España: leonado, negro y quebrantahuesos, es el único que emigra a tierras africanas en época invernal. Siempre vuela más bajo que sus primos y además de alimentarse de carroña no hace asco a pequeños vertebrados y aves.
Recuerdo de pequeño que cuando sobrevolaba el pueblo, los gallos al detectar la sombra de su silueta emitían una señal de alarma para que las gallinas sueltas por las afueras del casco urbano se quedaran quietas para no ser descubiertas. “¡Que viene el águila! ¡Que viene el águila!”, gritaban algunas mujeres apresurándose en meter las gallinas a su gallinero.
Les explicaba que el alimoche no era precisamente peligroso para sus gallinas. Lo dañino venía en contadas ocasiones en silencio capturando entre sus garras alguna gallina. Era el águila real que sabía de una comida fácil conseguida de forma fulgurante.
Qué suerte tienen los habitantes de Peñalén y alrededores que pueden ver a esa rapaz de cabeza amarilla moviendo el cuello de lado a lado para encontrar alimento. Este buitre es la misma especie que aquel que Félix Rodríguez de la Fuente lo consideraba como sabio porque era capaz de coger piedras para romper los huevos de avestruz en África y así alimentarse.