Gaia dio a luz una vez, ya muy avanzada su vida, a unas pequeñas criaturas que tardaron cuatro quintas partes de su tiempo total de existencia en asegurar su dominio sobre la madre. Hasta entonces su vida fue una dura lucha por la supervivencia y a punto estuvieron varias veces de desaparecer de la faz de la madre, Gaia, que no se percató de lo que había parido de su vientre generoso y fecundo. Pasado el umbral crítico, en el que se decide la vida o la muerte, las criaturas crecieron y crecieron ya sin más amenaza que ellas mismas. Y crecían de un modo peculiar, único, pues no sólo se multiplicaban, sino que además desarrollaban exocuerpos que aumentaban enormemente su presencia. Tanto crecieron que empezaron a devorar todo su entorno y luego a devorarse entre ellas. Hasta que desapareció el último de esos seres molestos. Gaia siguió viviendo a pesar de que había tenido un cáncer que a punto estuvo de acabar con ella. Un cáncer maligno, tan maligno, que acabó con lo que necesitaba su huésped para vivir. Gaia, que apenas había envejecido un poco desde que parió las primeras criaturas hasta que desaparecieron totalmente -pues el cáncer no duró mucho debido a su propia virulencia-, se recobró y volvió a sentirse saludable y prolífica. No echó en falta a aquellas molestas criaturas que cuando nacieron no podía ni imaginar que serían un tumor maligno que casi le cuesta su propia vida. Así que siguió existiendo unos cuantos miles de millones de años más, sin acordarse ya de aquellos bichejos peligrosos que un tiempo ya lejano le corroían sus entrañas. Hasta que, al fin, su propio padre, agigantado y rojo en su estertor, se la tragó a ella y a sus hermanos que giraban en torno al padre devorador, como Cronos a sus hijos, poniendo fin al tiempo… de Gaia, de igual manera que se acabó el tiempo de aquellas criaturas impertinentes, que resultaron ser, simplemente, un tumor de miles de millones de cabezas voraces.
Foto: El sol y la atmósfera terrestre desde la Estación Espacial Internacional. Foto: NASA.