Pueblo abandonado, en la provincia de Guadalajara.

Paseo arqueológico

1
1498


Primera hora de la tarde. Salgo a pasear por la finca para disfrutar del agradable calor del sol y las suaves luces con que adorna el paisaje. Cielo azul limpio e intenso, sin nubes y sin contaminación. Me adentro en el bosquecillo (la “mata”, como la llaman por aquí) que cubre más de la mitad de las dos hectáreas de la finca. Un bosquecillo mayoritariamente de robles que ya muestran los brotes verdes de sus hojas nuevas. Y entre el dominio del robledal, vigorosos pinos compiten con ellos por la luz y el suelo.

El sotobosque está eclosionando de arbustos (jaras, tomillo, lavanda, romero y otros muchos cuyo nombre desconozco a pesar de ser tan familiares) y otras muchas plantas rastreras y trepadoras renovadas. La floresta bulle y se renueva con la primavera recién estrenada, y en el camino recojo espárragos silvestres para hacerme una ensalada con ellos. Un bosque reciente, de no más de sesenta años. En las viejas fotografías de los años cincuenta y sesenta que tenemos por casa, todo este terreno estaba pelado, sin apenas árboles. Un espacio de bancales que escalonadamente bajaban hasta el río cercano. Y en los bancales cultivos de trigo y cebada, higueras, olivos y vides mayoritariamente, las cuales se extienden por los bordes de cada bancal, a modo de frágiles cercas que refuerzan las paredes entre un bancal y el inferior.

Bancales o poyos, en la terminología local antigua, salpicados de nogales, castaños, madroños, moreras, almendros, enebros, y algún otro árbol frutal como naranjos y limoneros, perales, manzanos, cerezos… todo para el autoconsumo familiar de personas y animales. Con la emigración dejaron de cultivarse estas terrazas cinceladas en la ladera por el trabajo continuo de muchas generaciones, que fueron construyendo un paisaje multisecular que ha llegado hasta ayer mismo. La emigración supuso el abandono de muchos terrenos.

Otros cambios, como la generalización de la bombona de butano, jugaron su papel: se dejó de cortar y recoger leña de las pequeñas matas de bosque y de los árboles de aprovechamiento humano. Así comenzó una repoblación espontánea que ha cambiado la fisonomía del paisaje de forma irreconocible. Un paisaje que el transeúnte actual, desconocedor de la historia de ese territorio, creería que así ha sido siempre o desde hace mucho tiempo, tal vez siglos. Engañosa percepción.

Donde antes había pequeños bancales escalonando las pendientes, construidos, cultivados y mantenidos por generaciones de pequeños agricultores que se amoldaban al terreno para subsistir ellos y sus familias, ahora campean bosques maduros, que ocultan los viejos espacios del quehacer humano y cubren con sus verdes frondas prácticamente todo el espacio. Aquellos agricultores, labradores del suelo, de la montaña y modeladores del paisaje.

En mi paseo de esas primeras horas de la tarde voy encontrando restos de ese antiguo paisaje, testimonios de antiguos cultivos y aprovechamientos. Restos arqueológicos de un pasado reciente que intentan hablarnos con palabras olvidadas, que marcan con interrupciones senderos y alineamientos perdidos. Restos de estructuras carcomidas, desbaratadas, enmohecidas, que alimentan el obrar continuo de la naturaleza, la cual acaba imponiéndose allí donde, hasta hace poco, se imponían las obras de los campesinos.

Con el abandono de los cultivos y los viejos aprovechamientos, se retiraron también los animales domesticados: la cabra, la oveja, el asno, el cerdo… siendo reemplazadas, de forma igualmente espontánea, por el jabalí, el corzo, el venado, el zorro, y otros animales salvajes o asilvestrados.

Allí, se puede ver aún el muro de un bancal que ha cedido, desparramando las piedras que, antes, se sujetaban unas con otras. Un orden perdido y un caos nuevo. Unas piedras hábilmente troceadas y dispuestas para sustentar la tierra que con tanto esfuerzo se trajo de otro lugar para rellenar el bancal, para acoger el cereal, la vid o el olivo. Sin la protección de las piedras, la tierra se va deslizando por la brecha que ha abierto el tiempo en el muro y va rellenando el bancal inferior, hasta que éste, a su vez, se venga a abajo, en una sucesión de derrumbes como las fichas de dominó. Y esas heridas rápidamente son cubiertas por la expansión vegetal que, vorazmente, quiere recuperar el espacio que, hace milenios, le perteneció.

En otro lugar, unas viejas colmenas de corcho, ennegrecidas y carcomidas, acogen a otros insectos que acabarán devorándolas. Más allá, un olivo retorcido lucha por desprenderse de las ataduras de tantas plantas trepadoras, o de hongos parasitarios, sofocado por el ramaje ajeno que lo cubre. Un esquelético y debilitado olivo, casi sin hojas, porque apenas le alcanzan los rayos solares, prolonga su silenciosa agonía. En otro lugar un viejo alcornoque, seco, muestra aún la mancha ennegrecida de la desaparecida corteza del ultimo descorche. Viejos hidalgos de los bosques mediterráneos venidos a menos.

Y así, ocultos entre la vegetación nueva, voy descubriendo esos testimonios mudos de una vieja cultura campesina que se quedó sin palabras y sin saberes, sin significados. La obra impasible de la naturaleza se impone a la obra desanimada de los humanos en estos espacios semiabandonados, tal vez para vengarse de las derrotas más devastadoras que sufre en tantos otros lugares. Campos que perdieron los lenguajes de las viejas culturas campesinas. Espacios que se llenan de otras veces que lo ignoran y que desconocen su historia ni hacen historia porque carecen del vínculo con el territorio. Un paseo arqueológico a la puerta de casa. Un ayer que se pierde, un presente fugaz y un mañana incierto.

1 comment

  1.  

  2. Eduardo Moyano Estrada 26 marzo, 2021 at 11:20

    Excelente texto de un lirismo conmovedor. Enhorabuena Cristóbal y bienvenido a El Diario Rural. Que haya continuidad. Tus reflexiones, lúcidas, certeras y de una gran sensibilidad, siempre serán bienvenidas por los lectores del diario.

Los comentarios están cerrados.