Población y huertas en Marruecos. Autor: Alberto Gil.

Otras memorias de África

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A Ramón le gustaba de niño observar a su abuelo haciendo solitarios. Aunque en esos momentos nunca hablaba ni quería que se le interrumpiera, Ramón sentía su presencia, absorto y con los ojos fijos en las cartas de la baraja que ordenaba lentamente sobre la mesa. Era un extraño ejercicio de recogimiento que el abuelo Gabriel realizaba con sorprendente silencio, tan hablador como él era a otras horas del día. Era como si se posara en su frente una nube negra que le robara la alegría y lo llenara de pesadumbre.

Sólo cambiaba de expresión a la caída de la tarde, ya casi de noche, cuando llegaba Emilio con un cesto de huevos aún calientes, recién cogidos del corral de la finca. Era un viejo campesino, siempre sonriente, de rostro agitanado, lleno de surcos, con las manos encallecidas y los dedos retorcidos como sarmientos. Cojeaba de forma ostensible de su pierna izquierda y se cubría la cabeza con una boina de color negro. Se sentaba unos minutos a la mesa, apenas intercambiaba algunas palabras con el abuelo Gabriel y se marchaba.

Había entre ellos un lazo de afecto que Ramón percibía, pero que no lograba entender. Los veía tan distintos en su fisonomía y con unas diferencias tan marcadas en sus modales, que no podía imaginarse que fuera posible una relación entre personas de muy diferente extracción social como la de Emilio y el abuelo; no en aquellos tiempos de tanta distancia entre las gentes del pueblo. Las manos ennegrecidas de Emilio contrastaban con la piel blanca e inmaculada de las del abuelo Gabriel, cubierta de vello rubio y salpicada de pecas.

Sus manos habían sido educadas para manejar la pluma o pasar las páginas de los libros que siempre estaba leyendo, mientras que las de Emilio habían adquirido la forma de la azada con la que abría los hoyos para plantar los pies de los olivos, o de la vara con la que zarandeaba las ramas de los árboles en la época de la recogida de la aceituna.

Ramón supo más tarde que les unía una camaradería que venía de lejos, de los trágicos días de julio y agosto, e incluso de antes. Emilio no olvidaba que, gracias al abuelo, él y sus dos hermanos salieron vivos de aquellas semanas de odio y de venganza, de furia incontenible. Dio la cara por ellos cuando el ejército rebelde tomó el pueblo desatando su ira sobre los barrios más pobres. Buscaban a los milicianos causantes de la violencia que se había cebado semanas antes contra los grandes propietarios agrícolas y personas allegadas. El abuelo Gabriel se arriesgó a que fuera considerado un tibio y un desleal por las nuevas autoridades, pero tenía que salvar a Emilio y su familia, gente de bien.

Terminada la guerra fratricida, el abuelo le encargaría el cuidado de la pequeña finca que compró con los beneficios del negocio del azúcar. Era una parcela de viñedo y olivar situada en un montecillo a pocos kilómetros del pueblo, justo detrás del cementerio. Con ello mostraba el agradecimiento que le tenía a Emilio por haberle salvado la vida en África durante el desastre de Annual, donde servían como reclutas.

La cojera de Emilio y la cicatriz del abuelo en su espalda, eran recuerdos de aquella barbarie, una barbarie que nunca pensaron se repetiría quince años después en su propio pueblo. Su amistad duró hasta la muerte de ambos a mediados de los años 1970, con sólo unas semanas de diferencia.

Hasta entonces nunca faltó en la cena los huevos de yema roja que le traía Emilio todas las tardes. Renovaban así el pacto de sangre que un día hicieron en tierras rifeñas y que estaba recogido en una foto ya descolorida que Ramón encontró años después en una vieja lata de dulce de membrillo de la marca “El León”. En el dorso había escrita una fecha, 10/10/1921, y un lugar, Nador. Supo también que los dos le habían puesto a sus hijas el nombre de África.

Foto destacada: Población y huertas en Marruecos. Autor: Alberto Gil.

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