Flores.

Lo que nos hemos perdido

En el caso de haber podido estar en el pueblo los últimos días de invierno y comienzos de la primavera hasta hoy.
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La impresionante polinización de las sabinas que parecen escupir chorros de humo casi todas a la vez provocando una nube que anuncia la primavera; las cabezas pequeñas y miradas curiosas y asustadizas de los gatos de cría que asoman por las gateras de las puertas de madera antiguas; los esquinazos de piedra arenisca rojiza y amarilla de las casonas tallados a mano con maestría con martillo y puntero; el retrato de Azaña, Presidente de la República, que dibujó mi abuelo siendo maestro del pueblo y que ha permanecido en el frontón antes, durante y después del franquismo (me temo que es el único pueblo de España que conserva algo así); las palomas caseras anidando en los ventanucos de respiración de los sobraos de las casas; los enrejados oxidados pero que perdurarán intactos años y años porque se fabricaron con esmero en la fragua; las campanadas del reloj de la iglesia marcando puntualmente las horas, aportando serenidad y que mi abuelo utilizaba para enseñar la hora a los escolares; el florecer de los ciruelos, acacias , olmos , tilos , saúcos, endrinos, escaramujos…; el explosivo olor de los lilos impregnando las callejuelas; los cascarones de huevos de color azul claro intenso desperdigados en las calles, como claro indicio de que los estorninos están criando sus polluelos; las golondrinas y aviones yendo y viniendo de las orillas de los charcos de los caminos con barro arcilloso para fabricar nidos nuevos o reforzar los antiguos; los aleros cargados con nidos de los pajarillos antes citados; los herrerillos comunes ocupando algún hueco en los antiguos pajares para criar sus abundantes proles; las collalbas anidando en las paredes de la eras; los baches de las calles producidos por los rigores del invierno; el paso de las ruidosas y vocingleras grullas en forma de “v”, abejarucos y cientos de aves hacia el norte de Europa para anidar; el planear de los alimoches que se han visto en los últimos años por los cielos del pueblo, tras varias estaciones sin aparecer y que es el único buitre español que emigra a África; los ratoneros posados en los postes de la carretera esperando que los automóviles atropellen pequeñas presas para acercarlas a sus nidos; el poleo en las orillas de humedales y arroyos; los corros de intensos amarillos de las flores de los aliagares; el retoñar de pequeños arbustos como el tomillo y el espliego; los sabrosos espárragos escondidos y protegidos entre ortigas y zarzas; los viejos sentados al sol, resguardados del viento del oeste, en los poyos a los lados de la puerta de la casa; la vela de la ermita que permanece encendida los 365 días del año, que se ve desde la calle asomándose por la ventanilla de la puerta; los yerbajos que nacen por doquier apoderándose del cemento de las aceras; el yerbazal del parquecillo infantil del final del frontón; las peleas entre los gorriones macho para que el vencedor sea elegido por la hembra; el nido de jilgueros en la acacia de la plaza; las primeras lagartijas que se calientan al sol en las pequeñas rendijas de las paredes; los clásicos algarazos  de granizo de marzo y abril; los cánticos de los mirlos cuando sale el sol después de descargar el algarazo; el pequeño camión frigorífico de los congelados que se acerca puerta a puerta a vender a los pocos vecinos que quedan; los lavaderos que rebosan de agua; los pequeños invernaderos de plástico blanco de los jubilados que se cuentan con los dedos de una mano; los cantos territoriales de la perdiz macho sobre el montículo; los trinos de las alondras elevándose y descendiendo en vertical sobre los sembrados; los capullos de los rosales; el musgo de la parte baja de las casas de piedra de mampostería que las alfombra de verde; el ruido de las torrenteras que bajan del cerro erosionando el terreno; las escarchas que envuelven al pueblo como si fuera una sábana blanca; el rocío de la mañana que te empapa los pies; el croar de las ranas en las charcas cercanas al pueblo las noches templadas en un auténtico frenesí amoroso; los reclamos de los mochuelos por la noche imitando los maullidos de gato joven; los distintos tonos verdes de los sembrados de cebada y de trigo; la vieja veleta inclinada del campanario que sigue marcando la dirección del viento con precisión; el “cejón” de nubes oscuras por el oeste que predice aguaceros seguros; los niños en bicicleta y jugando al frontón o al escondite que en Semana Santa dan alegría al pueblo; los incansables y ya clásicos jugadores de guiñote que se sientan en el club social y no paran de cantar las veinte o las cuarenta; las caminatas dando la vuelta al cerro de La Señorita (1.528 metros de altitud), los días buenos de sol saliendo por Praolaisa y volviendo por Carraturmiel, o viceversa; el canto del gallo de madrugada para anunciar que es el jefe del gallinero y que antaño servía para despertar a los laboriosos trabajadores del campo y pastores; los estorninos posados en las antenas imitando con destreza el cántico de otras aves; los colirrojos tizón deambulando entre las calles de las casas más viejas buscando el mejor lugar para anidar; la suerte de tropezarnos con una hembra de jabalí y sus pequeños rayones en un paseo por el monte (mejor no molestarlos); los hoyos llenos de maleza de las antiguas caleras que a base de piedras calizas y fuego sin parar fabricaban la cal para pintar la casa por dentro y, de paso, desinfectarla; el tejar donde se moldeaban y cocían estupendas tejas que todavía cubren muchos tejados del pueblo; los chopos medio secos de Peña Andía llenos de agujeros de los nidos de los pájaros carpinteros; las sabinas, robles y pinos cubiertos de barro por abajo por los jabalís que se rascan con ganas después de haberse bañado en los charcos; las pequeñas viborillas que nacieron a finales de verano del año pasado que cruzan la carretera que va al pueblo o algún camino y que son las primeras en salir de su hibernación; los rayos y truenos de esas tormentas fuertes que estremecen mucho más que en las ciudades y que te dejan sin luz por un tiempo; los tractores que salen hacía las siembras para esparcir el abono de primavera si es que les deja la lluvia; los siempre vigilantes buitres leonados merodeando a bastante altura sobre la zona donde pastan y ramonean las cabras buscando algún cadáver; las dos garzas reales que año tras año hacen un descanso en la laguna para alimentarse de ranas y culebras de agua y poco más tarde siguen su ruta; los corzos que al atardecer bajan a comer a la orilla de los sembrados; el lejano sonido de los cencerros de las vacas que pastan a su aire por el coto de arriba; los que desbrozan las orillas de las pistas forestales dejando las tiras de plástico rojas y blancas en el campo que les sirven de marca por donde cortar y limpiar; los caracoles gigantes que colonizan al zona de La Soledad; y los vencejos que todavía no han llegado limpiando el pueblo de las plagas de mosquitos con sus inconfundibles chirridos y veloces vuelos por las cumbreras de los tejados.

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