Calabaza para Halloween. Autor: Gonzalo Riestra. Creative Commons

Halloween no lo han inventado los norteamericanos

En numerosos pueblos castellanos ya era tradición hace muchos años colocar la noche del 31 de octubre una calabaza imitando una calavera con una vela dentro para asustar a caminantes. Lo de Halloween es un invento de consumismo voraz del otro lado del Atlántico.
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A mediados de los años 60 del pasado siglo en Peñalén, una pequeña localidad de Guadalajara, el 31 de octubre, víspera del día de los Santos, los rincones más oscuros y resguardados del pueblo estaban ocupados por una calabaza hueca con boca ojos y nariz trazados en su corteza e iluminados por dentro con una vela fabricada de forma artesanal por las personas que tenían colmenas. Por eso los rincones expelían un olor especial y único que lo recordarías toda la vida, pues se quemaba cera natural.

La calabaza imitando a una calavera se colocaba en los sitios más oscuros y resguardados del viento para que no se apagara y durase toda la noche hasta el día siguiente.

Recuerdo que uno de aquellos años llovió el día 31 de octubre y terminada la pequeña borrasca salió la luna, el cielo se quedó raso y se heló todo el pueblo. Con la luz de la luna los tejados brillaban como la plata pulida, así como algunas calles que más iluminaban las tristes farolas. Aquella mañana del 1 de noviembre unos vecinos decidieron trasladar un cerdo de cochiquera. Mientras su dueña lo llamaba moviendo un recipiente de trigo, el marido lo enderezaba por atrás con un palo. Lo peor fue que al pasar por uno de esos lugares umbríos donde las mujeres solían tirar el agua -en aquellos tiempos no había agua corriente ni sanitarios- había una capa de hielo con tan mala fortuna que la conductora del gorrino resbaló y todo el trigo se esparció por el suelo. La mujer se rehizo y tras andar unos metros, cientos de gorriones aparecieron como de la nada picoteando el cereal con una avidez nunca vista. En un abrir y cerrar de ojos no quedó ni un grano.

Calabazas, en Madrid. Autor: M.Peinado. Creative commons
Calabazas, en Madrid. Autor: M.Peinado. Creative commons

Curiosamente aquellos vecinos del cerdo eran los que me habían facilitado la calabaza para celebrar la noche de los difuntos. Permanecía la creencia de que bajaban las almas buenas y malas y se mezclaban con las personas del pueblo. Quede claro que esto a mi me daba igual, lo que importaba era fabricar lo mejor posible la calavera para impresionar y “asustar” a los que hacían el recorrido por el pueblo. Y como casi siempre había algún gamberrote había que estar vigilante de que no estropeara tu calabaza.

Sí era costumbre que algunos se disfrazaran, pero lo que no se hacía es lo de llamar a las casas y mucho menos lo de “truco o trato”. Y si no se abre la puerta mancharla con pintura o estampando un huevo.

Cada chaval con su turrón

El 1 de noviembre, los mayores, en especial las mujeres y algún chaval visitaban el cementerio después de misa para limpiar las tumbas y colocar alguna florecilla. Años después entró la moda de adornar las sepulturas con flores de plástico que pronto quedaban descoloridas y se tiraban a las afueras del cementerio, dando un aspecto horroroso.

Turrón de Los Santos de Peñalén.
Turrón de Los Santos de Peñalén.

Sin embargo, la mayoría de los chicos deseaban que la ceremonia terminara pronto para ir a casa y comer el turrón que su madre les había hecho. Los ingredientes del dulce eran azúcar quemada derretida hasta que se volvía de color marrón mezclada con nueces y cacahuetes, y cuando se echaba en el molde todavía caliente se le colocaban unas bolitas dulces de colores y “anisillos” que le proporcionaban un aspecto goloso.

Lo divertido no era ya comerse el turrón, lo bueno consistía en comparar cual era el más vistoso de todos y el mejor. Reunidos en pequeños grupos, siempre discutíamos y creo que jamás nos poníamos de acuerdo. Que si ese es más oscuro porque a tu madre se le ha quemado demasiado el azúcar, que si el tuyo casi no lleva cacahuetes, que si mis bolitas de caramelo son más bonitas, que si… El caso era que aquel turrón era tan duro como el pedernal y para cortar un trozo había que utilizar un cuchillo viejo y un martillo para poder saborearlo. Pretender darle un bocado era misión imposible ¡Vamos! que si nos hubiese caído encima del pie tendríamos que haber visitado al traumatólogo, bueno, al médico del pueblo. Y un trozo en la boca podía durar varias horas hasta que se deshiciera del todo. De manera que la pastilla duraba varios días.

Y no había televisión

Desconozco si en otras zonas de España la noche de Difuntos y el día de los Santos se celebraban de forma parecida a la de Peñalén, pero lo que no hay duda es que en aquellos años no teníamos televisión y desconocíamos que estadounidenses, canadienses e ingleses celebraban esta festividad. Ahora ya me he enterado de que esa tradición fue llevada por los irlandeses a Norteamérica y que puede tener una antigüedad de 3.000 años, cuando los celtas se asentaron en la isla.

Y me alegro de que lo celebren los estadounidenses y a quien le apetezca, pero lo que me da rabia y no puedo aguantar es que muchos padres y chavales españoles se crean que la noche de difuntos es un invento norteamericano. Tengo la sensación de que me están robando algo que desafortunadamente ha desaparecido de numerosos pueblos pequeños al emigrar sus pobladores a las grandes ciudades.

Como ahora hay más dinero y posibilidades, los niños se disfrazan con trajes de esqueletos andantes y máscaras horrorosas y los papas les siguen el juego porque hay que celebrar Halloween como sea. Y van llamando a las casas cargados con bolsas de chuches e imitan a los americanos con lo de “truco o trato”, y las calabazas las hay de las de huerto, pero también de plástico que huele a rayos. De verdad, nunca entenderé el papanatismo que se tiene por todo lo yanqui y por qué celebraciones como el dichoso Halloween están arraigando tanto entre nosotros.

Estados Unidos es un país grande para cosas buenas y malas, y no descubro nada nuevo si asevero que son unos maestros a la hora de exportar con éxito hasta la cosa más insignificante. Y saben además apuntar con acierto qué países son los más receptivos a su influencia, aunque lo que “vendan” sea una estupidez tan grande como un piano de cola.

Por favor, hijos que tenéis padres y padres que tenéis hijos, preguntad a vuestros mayores si éstos celebraban la noche de Difuntos cuando ni tan siquiera vosotros estuvieseis en este mundo. Y si es así procurad mantener aquella tradición tan natural y tan bonita, muy lejos del brutal consumismo actual. Lo de la vela de cera natural ya sé que ahora es casi imposible.

En Peñalén, al menos, algunos vecinos siguen haciendo turrón, pero ya no hay chavales para asustar a los caminantes con sus calabazas iluminadas por cera pura de abeja que huelen a bendición divina. Y a Halloween que le den morcilla, como se suele afirmar por estos pueblos. Como también si alguna persona mayor hubiera dicho de la mujer que conducía el cerdo que se “pegó un escurrión que casi se esmorra”, nadie se hubiera extrañado.

En otro artículo comentaremos las numerosas tradiciones que se están perdiendo en nuestros pueblos, que forman parte del acervo cultural.

Foto de portada: Calabaza para Halloween. Autor: Gonzalo Riestra. Creative Commons

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