
La guerra de Ucrania y la agricultura
Cuando era niño, le oí en varias ocasiones a mi abuelo, agricultor, decir una frase que él a su vez le había oído al suyo algún tiempo antes: “Lluvia y sol, y guerra en Sebastopol”.
Con esa frase se referían nuestros mayores a los positivos efectos que, en los agricultores españoles, estaba teniendo la guerra de Crimea y el asedio del puerto de Sebastopol en 1854, al provocar un aumento del precio mundial de los cereales. Era un modo de hablar de globalización mucho antes de que ese término formara parte de nuestro lenguaje común.
La frase solían repetirla cada vez que había un nuevo conflicto internacional. Su sentido se explica porque, a mediados del siglo XIX y hasta bien entrados los años 1960, la agricultura española era fundamentalmente cerealista y de secano y estaba poco diversificada. La escasa ganadería era de tipo extensivo y se alimentaba de pastos. Con lluvia y sol se aseguraban, por tanto, buenas producciones de cereales, y si además los conflictos en tierras lejanas implicaban un aumento del precio, pues miel sobre hojuelas.
Una economía abierta y globalizada
Hoy la economía está totalmente abierta y los mercados son mucho más amplios y globales que hace un siglo. Cualquier acontecimiento internacional tiene importantes efectos en la economía mundial. Además, nuestra agricultura está ahora más diversificada y es más intensiva que antaño, con menor peso de la producción de cereales y un fuerte aumento de la ganadería.
Por ejemplo, el valor de la producción española de cereales (excluyendo el arroz) representó en 2021 sólo el 7,1% de la producción final agraria, mientras que la importancia de la ganadería ha crecido de forma notable, siendo hoy casi el 40% de la PFA (en torno a 16.000 millones de euros anuales).
Salvo en la cornisa cantábrica, nuestra ganadería es, en su mayor parte, intensiva o semiestabulada, lo que hace que los animales tengan que ser alimentados con pienso. En consecuencia, y dada la escasa producción nacional de cereales (sobre todo de maíz, principal materia prima para la fabricación de piensos), nuestro sector ganadero es muy dependiente de las importaciones.
España produce de media al año unos 20 millones de toneladas de cereales, pero debe importar algo más de 10 millones para satisfacer nuestra demanda interna (algunos años se han importado hasta 15 millones de toneladas). No basta, por tanto, con que haya lluvia y sol, sino que se necesita una situación de estabilidad en las regiones cerealistas del mundo para abastecernos.
Ucrania es uno de los países de mayor producción cerealista y, después de Brasil, es nuestro principal abastecedor de maíz (importamos de Ucrania una media anual de 2,7 millones de toneladas de maíz, el 22% de nuestras importaciones en este producto). Además, importamos de ese país 233.000 toneladas de torta de girasol (el 68% de nuestras importaciones), y unas 500.000 toneladas de aceite de girasol (recordemos que en este producto tenemos que importar el 40% de lo que consumimos).
Ucrania es uno de los países de mayor producción cerealista y, después de Brasil, es nuestro principal abastecedor de maíz
A ello habría que añadir las consecuencias de la guerra en las exportaciones agrícolas de nuestro país hacia las regiones en conflicto (175 millones de euros a Ucrania y 245 millones de euros a Rusia: aceite de oliva, aceitunas de mesa y vino). Los planes de contingencia establecidos por la Comisión Europea paliarán parte de los daños, pero no evitarán la disrupción de los mercados.
Así que hoy, a diferencia de lo que pensaban nuestros bisabuelos sobre la guerra de Crimea y Sebastopol, la invasión rusa de Ucrania no tiene efectos positivos en el conjunto de nuestra agricultura (salvo en algunos productos muy puntuales), sino todo lo contrario. Ya se está comprobando con el alza del coste de la energía y del precio de los fertilizantes y los cereales. En la primera semana tras el comienzo de la invasión de Ucrania, el trigo blando ha subido un 22%, el maíz un 25% y la cebada un 24%.
Puede que dicha subida favorezca a nuestros menguantes cerealistas, o que la reducción del suministro de aceite de girasol beneficie a los productores de aceite de oliva. Pero, sin duda, todo esto perjudicará a nuestra ganadería al encarecerse el precio de los piensos, incluso encontrando otros canales de suministro (en el mercado latinoamericano, por ejemplo), nada fáciles a corto plazo.
Mayor autonomía
El paradigma de la globalización está mostrando sus costuras y sus riesgos. La tesis de que lo que no se produce dentro de nuestras fronteras puede siempre adquirirse a buen precio en el mercado mundial, se nos ha desvelado como poco realista.
Diversos hechos (como la pandemia de COVID-19 y ahora la invasión de Ucrania) nos dicen que la UE no puede renunciar a un cierto nivel de autonomía en los productos estratégicos (como la energía, el material sanitario o los cereales) para reducir su dependencia de unos mercados globales siempre sometidos al riesgo de la inestabilidad.
España y la UE, en general, tendrán que aumentar la capacidad de producción de cereales, y también de proteaginosas, si quieren elevar su grado de autonomía en estos productos de alto valor estratégico. Para ello deberán adoptarse diversas medidas.
España y la UE, en general, tendrán que aumentar la capacidad de producción de cereales, y también de proteaginosas
Una de ellas sería revisar de forma inmediata el programa de barbecho de la PAC, que, por razones ambientales, obliga a dejar sin cultivar una parte de la superficie agrícola para así regenerar los suelos. Con esa medida podría aumentarse nuestra capacidad de producción de cereales, oleaginosas y proteaginosas, aunque es verdad que la sequía no ayuda mucho a ello en algunas zonas con potencial cerealista como la campiña del Guadalquivir.
Asimismo, y sin paralizar el Pacto Verde Europeo (que está en sintonía con la Agenda 2030 de Naciones Unidas y que debe seguir siendo nuestra hoja de ruta para hacer frente al reto del cambio climático), la UE tendrá, al menos, que reordenar el alcance de sus ambiciosos objetivos. Sobre todo, habrá que establecer plazos razonables en el objetivo de la estrategia “De la granja a la mesa” de limitar el uso de fertilizantes y pesticidas y de extender la producción ecológica, medidas que, como sabemos, inciden en la capacidad productiva de la agricultura europea.
Además, se deberá apostar por la investigación de nuevas variedades de cereales mejor adaptadas a contextos de cambio climático y calentamiento global. También deberá actualizarse la normativa sobre transgénicos (bastante obsoleta) si queremos no limitar los avances en la tecnología CRISPR de edición genética, tan importante para aumentar la producción agrícola.
La invasión rusa de Ucrania lo ha cambiado todo. Ello obliga a reordenar nuestras prioridades y revisar nuestras políticas para adaptarlas al nuevo escenario.
La lluvia y el sol siempre son bienvenidos en nuestra agricultura, sea de secano o de regadío. Pero la guerra, sea donde fuere, y siempre deplorable por sus consecuencias de muerte y destrucción, acarrea efectos negativos en una economía agraria tan interrelacionada como la de hoy. Debemos prepararnos ante una situación larga de crisis en los mercados agrícolas, y para eso está la política.
Foto destacada: Girasoles, en La Mancha. Autor: Joaquín Terán.
Buen artículo, Eduardo. Tras el inicio de la invasión rusa de Ucrania y las consecuencias económicas derivadas del conflicto, he tenido claro que aunque soy lo contrario a un euroescéptico; es decir, defiendo una política europeísta, que a mi entender debe ser modulada por una mayor autonomía económica con respecto a EE.UU y de cada país con respecto al resto de los estados miembros de la UE.