
En las ciudades
En las ciudades, muy especialmente en las de mayor tamaño, la vida es habitualmente una sucesión de obligaciones –laborales, estudiantiles, familiares…– intercaladas por largos trayectos para desplazarse de una a otra obligación. La vida urbana se desarrolla completamente ajena a los elementos de la naturaleza. En las grandes ciudades rara vez se mira al cielo para contemplar un amanecer o una puesta de sol, o para ver las estrellas por la noche. Sería inútil, apenas se ven estrellas por la noche.
En las ciudades, hace pocos años, los ascensores eran un lugar para departir con los vecinos. Conversaciones necesariamente fugaces, en las que el tiempo (meteorológico) era el tema habitual, a falta de otro mejor. Ahora el que puede no viaja en ascensores, sube andando, para evitar contagios. Y si tienes la mala suerte de que el ascensor se pare en un piso intermedio, interrumpiendo tu viaje, miras al inoportuno vecino con mirada asesina, no vaya a ser que se le ocurra subirse.
Como no subimos a ascensores no hablamos del tiempo. Aunque la meteorología en las ciudades es un elemento no demasiado importante, salvo que se desboque de forma salvaje, algo que ocurre cada vez con más frecuencia, por cierto, cambio climático mediante. En las ciudades hemos adormecido el tiempo a base de calefacciones y aires acondicionados. Una droga térmica que, como todas, nos engancha y nos hace adictos a los 22º C, pase lo que pase fuera.
Dice Marta Corella que en los pueblos son muy importantes los puntos de contacto social, como la cafetería, el horno de pan o el centro de mayores. Que si cierran, los vecinos pierden referentes y abundan la soledad y el desamparo. En las ciudades hace tiempo que cerramos esos centros y los sustituimos por las redes sociales, que son puntos de contacto demenciales, en los que reinan el odio y la manipulación amparados por el anonimato.
En las ciudades, y en los pueblos, vivimos en una situación de ansiedad importante. La verdad es que las pandemias, los volcanes, las guerras y los desabastecimientos no ayudan demasiado a mantener la serenidad. Tal vez deberíamos pensar que si dejamos de mirarnos como miramos al vecino que interrumpe tu viaje en ascensor, y comenzamos a mirarnos a los ojos y a saludarnos como nos saludamos en las calles de los pueblos, todo empezaría a ir un poquito mejor, a pesar de todo.